La primera vez que la vi, su cuerpo inerte vagaba a merced de la corriente de un río. Rodeada de arbustos y de flores y ajena a las penas y fatigas de este mundo, Elisabeth Siddal mostraba una belleza serena y misteriosa. Su mirada parecía perderse en el más allá y sus labios entreabiertos parecían estar pendientes de un beso de despedida. Sus manos, abiertas como alas de mariposa, componían un gesto de ofrenda, o más bien de entrega.
Aquello ocurrió hace ya mucho tiempo, durante mi visita a una exposición que sobre los pintores prerrafaelistas había organizado una conocida fundación catalana. Uno de los cuadros allí expuestos, firmado por John Everett Millais, representaba a Ofelia justo después de que su maltrecho corazón hubiera encontrado, si no consuelo, sí al menos alivio en brazos del más frío de los amantes. Ofelia, cuya belleza la eximía de pagar tributo a Caronte alguno, era arrastrada por aguas indiferentes hacia la tierra de la que nunca se ha de volver. Pero por aquel entonces yo todavía no sabía quién había tenido el privilegio de encarnar a la desdichada Ofelia. De esto no me enteré sino hace bien poco, mientras leía un artículo de cierta revista literaria que trataba de la vida de Dante Gabriel Rossetti, un famoso y desquiciado pintor que había estado casado, precisamente, con la modelo de dicho cuadro: Elisabeth Siddal. La que sigue es, someramente, su historia.
Walter Howell Deverell supo que Elisabeth Siddal era la modelo perfecta nada más verla en la tienda de sombreros donde ella trabajaba. Pronto entablaron amistad y él la presentó a sus camaradas de la Hermandad de Artistas Prerrafaelistas, quienes quedaron hechizados por su belleza frágil y delicada y por su abundante y rojiza melena.
Elisabeth empezó trabajando como modelo para el mencionado John Everett Millais, quien, para otorgar más verosimilitud a su Ofelia, hizo que ella posara en el interior de una bañera llena de agua durante todos los días de un frío invierno. Esta cruel exigencia se explica por el principio fundamental que regía la corriente prerrafaelista, que consistía en que el artista debía atenerse a reflejar la naturaleza, y hacerlo con el mayor grado de rigor posible. En cualquier caso, John Everett Millais ideó la forma de caldear el agua mediante unas velas, con objeto de que el sacrificio de la joven en aras del arte fuera compatible con su buen estado de salud. Lamentablemente un día su invento no funcionó y ella cayó gravemente enferma. Su padre obligó al pintor a costear el tratamiento médico, y ella, por su parte, no quiso volver a saber de él.
Pero lo peor estaba todavía por llegar. Lo peor se llamaba Dante Gabriel Rosetti, pintor y escritor prerrafaelista que se enamoró perdidamente de ella y a quien ella correspondió con idéntico entusiasmo. El grado de enajenamiento de Dante era todavía superior a lo normal en las personas enamoradas: él se identificaba nada menos que con Dante Alighieri y a su amada, lógicamente le asignaba el papel de Beatriz, el amor platónico de este escritor renacentista. Al principio, ella sirvió de modelo para distintos pintores, pero desde que se hicieron amantes solo posó para él. Recíprocamente, él solo la pintaba a ella. Con el paso del tiempo, sin embargo, las cosas cambiaron. La dedicación exclusiva de ella hacia él se mantuvo, tanto en el plano artístico como en el sentimental, pero la de él hacia ella se quebró como se quiebra una hoja seca. Dante encontró otras modelos, que alternaba con Elisabeth, tanto en sus lienzos como entre sus sábanas. Una y otra vez, después de cada infidelidad, ella se enfurecía y, una y otra vez, él le juraba amor eterno y le hacía promesas de matrimonio inmediato; juramentos y promesas que se rompían con una velocidad de vértigo. Hasta que un buen día, cuando ella ya estaba desesperada y apenas contaba con ello, se casaron por la Santa Madre Iglesia.
Un giro radical parecía haberse producido en la vida de Elisabeth. No solo se había casado con el amor de su vida, sino que al poco tiempo quedó embarazada de él. Un aciago día, sin embargo, perdió el bebé que con tanta ilusión esperaba y cayó víctima de una profunda depresión. A esta depresión también contribuyó la absoluta fidelidad que mostró Dante después de casado, fidelidad a su anterior costumbre de ir y venir alegremente por las alcobas de sus modelos. Una madrugada, al regresar a casa tras una nueva aventura, descubrió en la cama que compartía el cuerpo sin vida de la bella Elisabeth Siddal, quien se había valido del láudano para emprender su último viaje. El remordimiento y la pena se apoderaron de él y, como último gesto de amor, tan simbólico como inútil, enterró su obra poética junto al cadáver de su amada, entre sus largos cabellos cobrizos.
Pasaron los años y Dante se hizo con un nombre dentro de los artistas de su tiempo, tanto en su faceta de pintor como de escritor. Sin embargo, estaba íntimamente convencido de que sus mejores poemas no sólo no habían sido aún publicados, sino que en aquellos mismos momentos estaban siendo pasto de los gusanos. Y aquí es donde entra a jugar su papel en esta historia Charles Howell, amigo y agente literario de Dante, quien - más como lo primero que como lo segundo, porque estas cosas nunca están suficientemente pagadas-, una buena noche se acercó al cementerio de Highgate, exhumó el cadáver de la difunta Elisabeth Siddal, rescató el libro de entre sus otrora alabados cabellos y se lo entregó al infame Dante Gabriel Rossetti.
Con alguna dificultad, Dante logró recomponer los poemas y con ellos publicó un libro titulado La casa de la vida, el cual tuvo una acogida bastante negativa, tanto por parte del público como de la crítica. La sociedad biempensante de la época se escandalizó ante los pasajes del libro de alto contenido erótico. Como resultado de todo ello, así como del sentimiento de culpa que le ocasionó su infidelidad post mortem - que ni siquiera tuvo el valor de realizar personalmente-, Dante pasó los últimos años de su vida sumido en una honda depresión. Años en los que sus únicos compañeros fueron el alcohol y los recuerdos. A menudo acudía a su memoria la imagen de su amada tal y como la había visto por última vez: tendida en la cama, serena y misteriosa, ajena a las penas de este mundo, sus manos abiertas como alas de mariposa, su mirada perdida en el más allá y sus labios entreabiertos, como esperando un beso de despedida.
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