Mi Abuela
Cuando yo llegué su vida, ella ya era una anciana, usaba un moñito con forma de tomate, su cabello cano bien estiradito, su piel arrugada era una belleza, suave y blanca, quizás alguna vez estuvo curtida por el sol, pero en ese tiempo era límpida, sedosa. Era delgada, alta, tenía unos pies hermosos, sus faldas largas y oscuras, siempre de luto por mi abuelo. Pero lo que siempre me sorprendió eran sus ojos, que además de ser bellos, nunca usaron lentes, enhebraba una aguja a la primera, recuerdo que me retaba por mi torpeza, yo no lograba achuntarle a ese pequeño orificio, aún para mi es una tortura tener que remendar o poner un botón.
Su imagen permanece nítida en mi recuerdo, a pesar que ya hace más de 40 años que no está en este mundo. Su acta de nacimiento tenía fecha de 1882, pero quizás tuviera más de los 90 años que allí decía que había vivido, bien sabido es que antes juntaban dos o tres chiquillos para celebrarles el bautismo, la Iglesia estaba lejos y se economizaba también, haciendo una sola fiesta.
Ella fue una persona pobre siempre, pobre de dinero, porque su intelecto no tenía ninguna pobreza. Como la mayoría de los niños criados en el campo a fines de mil ochocientos, la abuela no fue a la escuela y recibió la poca educación que se les daba a las niñas en esa época. pero aprendió a leer y a escribir. Yo la recuerdo sentada en su sillón o cuando se sentía enferma y se quedaba en cama, apoyada en muchos almohadones rellenos con lana de oveja, que ella misma bordaba, leyendo todo el tiempo, las revistas que le traía mi tía, el diario, pero especialmente las historias de santos y la Biblia por supuesto, era muy religiosa. Pero lo que ambas disfrutábamos era leer a José Martí, a Gustavo Adolfo Becker, del primero hay unos versos que le recito en silencio, cada vez que me acuerdo de ella:
“Romped las cuerdas del amargo duelo.
Quien sufre como vos sufrís, señora:
Es más que una mujer, algo del cielo
Que de él huyó y entre nosotros mora”
Yo sentía que yo le agradaba más que mis hermanas incluso que mis primas, quizás porque siempre fui más habladora, y ellas eran tímidas y mi abuela las intimidaba. Me hacía leerle las parábolas de Jesús, casi me las aprendí de memoria, lo que me traía buenos resultados con las monjas que se admiraban que yo supiera tanto, por lo que habitualmente me premiaban con dulces, o algunas de la tontas preferencias que a mí me hacían feliz, como tocar la campana en los recreos, leer para el curso, vigilar cuando ella salía de la sala, ahora me río cuando lo recuerdo.
Pasé horas con ella, escribiendo los poemas que me dictaba, cuando su mano ya no era tan firme y no podía hacerlo ella y después vuelta a la lectura, me enseño a bordar pero honradamente de eso no aprendí nada, con el tejido algo le intentaba, pero creo que no logró traspasarme sus habilidades manuales, mis manos eran torpes con las agujas en general, algo que no cambió con el tiempo y a pesar de mi esfuerzo, sin embargo, aunque nunca como ella, fueron las letras la única herencia que pudo dejarme Doña Margarita Alfaro Castillo, mi abuela.
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