Una curva pronunciada se destaca contra la ventana. La sábana roza la seda de su piel. La silueta definida en aquella curva me lleva al delirio... Mujer, con sus suaves movimientos, con sus nalgas redondas, con sus tetas coronadas de rosas, traduce en mi cuerpo la necesidad del tacto.
El tacto, el olfato, el gusto, la vista, el oído. Necesito todos los sentidos para contemplarla; para contar lunares, para recorrer su cuerpo, para navegar en sus susurros, para entregarme a sus feromonas, para probar su sudor.
Una mujer, cuando se entrega, es más clara que la luna, más importante que el sol, más abismal que el universo. De su autoría viene todo lo sublime: la vida que surge en su vientre, el amor que fluye desde su seno y el miedo que consume su entereza.
El miedo! Eterno y resplandeciente estandarte de la incertidumbre. El inmediato peligro no las perturba, pero en sus profundidades albergan profundísimos temores, quimeras que amenazan con espantar para siempre la alegría de su corazón.
El poder del amor femenino sólo es igualado por el de su miedo. El miedo a perder lo que les pertenece, el miedo a recordar lo que ya no es, el miedo a llorar sobre la tumba de sus ilusiones y de sus realidades. Los férreos pilares de una mujer entregada sólo pueden ser derribados por su propia y metamórfica voluntad. Tan frágiles y tan fuertes a la vez...
Las reinas de la paradoja. Las hijas del Dilema. Las diosas de la vida, las siervas de la muerte.
Ah! de su belleza, inmortal en los recuerdos de quienes la admiramos.
Ah! de su crueldad, impulsada por el inconmensurable poder de su terror.
Ah! de su amor, peor que el odio más profundo, necesario como el aire.
Ah! de las mujeres, a quienes amo con el corazón y odio con el alma. |