Estar de pie. Un ejercicio simple de equilibrio. Estar de pie junto a un bolso de viaje, sabiendo que algo puede hacer que todo cambie para peor, se vuelve menos sencillo. Estar de pie cargando el peso de no saber bien por qué se está ahí de pie, junto a ese bolso marrón, conlleva un nivel extra de dicultad.
Sentir la tensión en las mejillas, en cada sien, en la curva pronunciada del cuello que permanece oculta bajo la larga cabellera. Ahuyentar la tentación de sacar un espejo y constatar qué muestra el propio rostro. Intentar desdoblarse mentalmente para ver lo que ven los otros. Mujer caucásica, metro sesenta y fracción, cabello castaño, liso. Sí, si es el hombre de la esquina el que describe, el que se apoya contra el pilar, seguro dirá que bonita. Para la niña que juega, tocando y contando los bolsos de la cinta trasportadora será con suerte una señora más. Para la azafata una mujer de algo más de treinta. Para la americana obesa que viaja con unas amigas una señorita delgada y minúscula. Las apreciaciones básicas son tan predecibles. No es tan simple dilucidar si alguien nota que le sudan las palmas y tiene la garganta reseca ¿Será que su cara es la misma de antes de todo esto?
Se miró en el espejo antes de bajar del avión. Aún estaba un tanto dormida y mucha gente requería el baño. Sólo un vistazo rápido y poco revelador, la impresión del cansancio, tal vez unas pequeñas arrugas que no había notado alrededor de los ojos. Nunca le sentó la luz blanquecina. Recordó un reportaje fotográfico visto en una revista dominical que mostraba fotos de políticos. Algo como un antes y después, tras cinco años de ejercicio en el poder. No, probablemente ya no sea la misma. Se preguntó cuál sería la relación, si se requerirían años para evidenciar los entuertos de la vida o dependería del tamaño del problema. Si sería necesario un problema, si acaso no bastaría la incertidumbre.
Está detenida a cierta distancia del grupo, recoge la mano y se mira las uñas con manicure francesa. Se las pintó ella misma hace unos tres días, milagrosamente aún se mantienen bien, Luego piensa que fue un mal movimiento, de esos que delatan el nervio. Relaja el brazo lentamente, como si la lentitud pudiera restarle apremio a su impulso inicial. Le molesta la luz de los fluorescentes. Trata de pensar en otra cosa para acortar el presente que parece dilatarse en la espera. Nunca le ha gustado esperar, teme que sea en vano, que algo trágico se interponga. Empieza a notar el cansancio en los pies que, a pesar de la alfombra mullida, no hallan posición en los tacones. Se las arregla alternando el peso de una cadera a otra. El arrepentimiento se desliza como un escalofrío por la espalda, pero lo controla. Basta con desconectar la sensación, no darle un nombre. Podría describirlo con claridad, diría que sabe a agua tónica, al comienzo un dulce irrisorio que se vuelve una amargura sólida.
La pantalla se enciende y una voz de tonalidad neutra avisa un retraso en el desembarque del equipaje.
El ambiente cambia, como si todos los presentes coordinamente bajaran los hombros. Unos cuantos, más expresivos, dejan escapar palabras molestas, un par de brazos se agitan. La mayoría cambia el ritmo de respiración, se resigna a una espera prolongada.
Su pierna izquierda acusa un ligero calambre. Para recuperar la sensibilidad, inclina el pie alternando ambos costados, levemente, intentado atenuar el gesto de dolor en el rostro. Recuerda una tarde de verano sin fecha clara, suficientes años atrás como para caber en el fichero de infancia. Será el dolor lo que le recuerda ese tirón de orejas memorable que le dio su padre. Un dolor afín: agudo, puntual, acotado. Y, como ahora, intentó disimular el gesto a punta de orgullo. La sensación fusionada entre pasado y presente la hace creer que hay una razón para revivirlo. Se detiene buscando los hechos que llevaron al castigo. Piensa que sus padres fueron duros con ella. Sonríe pensando que ni así fue suficiente. Le vuelve la amargura a la boca.
De niña solía hacer mandados, cosas de poca importancia. La mandaban a comprar a un pequeño local a un par de cuadras de casa. Un establecimiento informal habilitado en una casa esquina, donde un hombre alto y gordo vestido con un delantal la saludaba con un gesto amplio y arrastrando la frase: “Buenos días, señorita”. Ella sonreía, se acercaba al mostrador cuya superficie se extendía a la altura de sus ojos y repetía el encargo de su madre empinando la barbilla. Unos huevos, azúcar o un pan de mantequilla según la ocasión. Siempre una sola cosa, siempre llevando el dinero justo, apretadas las monedas en la mano pequeña. El dinero nunca sobraba en casa, pero no era un problema. En el día a día su madre se las arreglaba para que no se notara, pero ella nunca veía monedas, sólo la suma justa para el almacén. Hasta aquel día en que le pasó un billete y el tendero le entregó el excedente. Un pequeño turro de monedas: unas oscuras, otras brillantes. Se le antojaron tan lindas, tan codiciables. De pronto el recuerdo se hace palpable, le parece sentir la sensación de su mano jugando con ellas en el interior del bolsillo. Le parece sentir cómo se rozan, cómo rechinan. No sabe bien por qué dijo que las había perdido, ni cómo se le ocurrió ocultarlas en uno de sus zapatos, poco antes de llegar a casa. Su madre se estremeció al oírla y le llamó la atención por el descuido. Probablemente la habría protegido, habría inventado una buena excusa si su padre no hubiese llegado tan pronto, si no las hubiese sorprendido en plena reprimenda.
Su padre tenía manos vigorosas y corto entendimiento, para él las cosas eran blanco o negro y serían así hasta su muerte. Su última imagen de él es la de un hombre acabado, repitiendo su rutina de enfermo con la mirada apagada, arrastrando un remedo del que fuera su cuerpo. Pero cuando era una niña lo que él decía era lo que debía hacerse y no había excusas ni matices.
Él pensó que había gastado el dinero en golosinas. Ella no lo negó, soportando el castigo y apoyando todo su peso en ese pie que ocultaba su tesoro, mientras la mano de su padre la hacía estirar su cuerpo para seguir a la oreja adolorida.
Un dejo de humedad en la pantorrilla la saca del ensueño. Se sobresalta, no identifica la raíz del estímulo. Escucha un jadeo, tenue. Un espasmo la recorre a causa del contacto leve con el pelo del animal. Su mente repite como una letanía lejana:-Un perro un perro-. Siente un ligero mareo. -Un perro-. En un instante se instala la bruma, el ruido ambiente se desvanece. En un relámpago de conciencia intuye profecías de caídas de imperio. Se le escapa el aire. Un apocalipsis de encierro precario y humedad permanente. Un apocalipsis de tirones forcejeos golpes, gritos propios y ajenos en una película difusa, pero intensa. Perder su vida, perder la libertad, todas ellas, menos la de morir o de alienarse. La mente se satura, los ojos buscan instintivamente una ruta de escape y sólo ven el perro que olisquea el bolso, mientras en ella todo se recoge como si pudiera desaparecer. Su mente divagando, rogando, sufriendo:-borraría todo lo malo los errores las faltas Santa María madre de Dios madre mamá sálvame ¿me cuidarás si todo sale mal? di que no lo hice di que no las tengo no tengo las monedas no tengo nada ¡Alguien las puso ahí!- A sus ojos la imagen se distorsiona, el perro y un jeroglífico estampado en amarillo sobre la tela verde que le cubre el lomo: SAG. SAG, el vahído la inunda SAG, se inventa fuerzas para continuar, si algo pasara, si estuviera soñando, SAG el símbolo que se aleja ¡SAG! Se hace la luz y el mundo es un absurdo del que reírse a carcajadas. Servicio Agrícola Ganadero, un perro estúpido buscando fruta. Es simple, no le gustan los perros nunca le han gustado, quisiera hacer el comentario al pasar a algún otro
viajante, pero se le escaparía una risa rotunda, contundente. La euforia la domina, quisiera besarlos a todos ¡A todos! Gritarles que una vez más tiene tarifa liberada en su ruleta rusa personal, abofetear a su padre, una, dos veces, abofetear su cara de enfermo, su pobreza de mirada marchita y gritarle: -¡Yo sé lo que es vivir!
La misma voz monocorde de antes, avisa que el equipaje está disponible. La cinta transportadora se enciende y empieza un desfile de maletas de distintas formas y colores. Todos reconstruyen la imagen mental de su equipaje a fin de hacerla calzar con la realidad. Ella identifica el suyo, intenta adelantarse y sólo ahí nota el cansancio, la torpeza de sus movimientos. Se inclina y se coloca el bolso marrón al hombro, cruzado. Asegura el tirante y se acerca a retirar su maleta. No logra bajarla de la cinta, el hombre que antes estuvo apoyado en el pilar la saca. Ella le sonríe mecánicamente, por defecto, toma la manilla y empieza a caminar. Sólo queda el último trámite, la última barrera. Pone el bolso en una caja plástica y mira al operador con su mejor sonrisa. Piensa en el acolchado minucioso del bolso, en el relleno que traerá tantas facilidades. Habrá fiestas, locuras, negocios y placer, habrá clientes ávidos y dinero para domir en sábanas suaves y comer a gusto.
Cuando sale por la puerta principal del aeropuerto es entrado el mediodía. La recibe un viento frío y de pronto, toda su carga le pesa un poco más. Su mano acaricia el bolso como a una vieja mascota. Siente el deseo de dejarlo olvidado e irse. Abandonar. La imaginación le juega una mala pasada y se ve a sí misma sin contexto, en una secuencia espontánea conectada con su ritmo interno, con la necesidad inmediata. No recuerda el momento exacto, pero alguna vez su vida fue así. Fue suya esa sensación de estar en medio de la calle en la mitad de la noche a una de esas horas en que nada es racional. Estar en la calle y caminar con un otro por el gusto de estar, por la unión invisible de existir sintiendo el mismo frío, de intentar capearlo con el movimiento, de saborear el vapor que escapa de la boca. Sin más rumbo que el que impone esa búsqueda instintiva de generar calor. Disfrutándolo. El viento la traspasa, la traspasa la certeza de cargar la falta de escape aún ahí, afuera. El horizonte se ve lejano, el frío húmedo le sube por las piernas y ya no dirige sus pasos, deja que los hilos la lleven.
La espera un taxi. El conductor recibe el equipaje, lo guarda en la maleta. Ella se acomoda en el asiento trasero. Ya sentado al volante, él enciende la radio y la mira por el retrovisor, preguntándole si es problema. Ella ve en esos ojos una mirada estrecha, apagada. Se oye una música que ella nunca elegiría y que él habrá escuchado por años, seguramente. Ella hace un gesto con la mano para hacer ver que no importa, gira el rostro y fija la vista en el paisaje que corre. |