Me preparé para una experiencia insólita e increíble; lo hice con tiempo y meditación, era la primera vez y tenía que estar mentalmente lista para afrontar la situación. Sabía que no sería fácil porque mi mente estaría golpeada por recuerdos, no obstante eso, continué adelante con un casi lavado mental y sentimental.
Tenía que lograrlo, no tenía otra opción, la suerte estaba echada y un pollo por asar esperaba lánguido en el mesón de la cocina.
El silencio de la tarde lo quebraba el viento arrachado, proveniente de la costa, el mismo que refresca las tardes calurosas, normalmente, y ahora la del último día del año. En la emisora local era posible escuchar una lánguida canción de amor, entonces me dije: hay que buscar una música que eleve los espíritus y anime el alma, nada de sentimentalismos ni de añoranzas musicales.
Las últimas tareas del día las fui llevando a cabo con la rutina de siempre: que el alimento de los animales, que la comida de las gallinas , que encerrar en su corral a la oveja que deambula por todo el campo como dueña y señora de los pastos, seguida por su fiel y adoptada hija, una cabra pequeña que un día fue abandonada recién nacida y enferma y que, los niños recogieron para integrarla a la granja, previo chequeo veterinario., que la comida de los perros, que la del gato, a éste tenía que vigilarlo para que no hiciera de las suyas durmiendo en cualquier almohada, que las luces exteriores se encendieran a tiempo…en fin, todos esos pequeños detalles que conlleva la soledad y oscuridad del campo cuando se acaba la luz natural y aún no aparece la luna.
Sólo el viento con su eterno mecer de ramas y árboles dejaba escuchar su canción nocturna, tenía que quebrarlo con notas alegres que ahuyentaran los fantasmas de mis recuerdos, de tal modo, que me sintiera acompañada.
En la cocina el aroma embriagante de un pollo marinado previamente comenzaba a escaparse del horno e inundaba toda la casa; los perros se movían inquietos, nerviosos y atentos, demasiado para mi gusto, al primer descuido se darían un banquete de final de año.
El calor del día aún se notaba, tanto que, mantuve un par de ventanas abiertas para que lo dejaran escapar junto con el olor a pollo asado; me pareció que había llegado la hora de degustar una copa de vino o quizás ese espumante que esperaba su turno en la heladera para ser descorchado y me dije: éste tendrá que esperar a que sus burbujas tengan algo más de compañía, hoy no. El vino blanco, dorado y frío inundó y recorrió la copa en su plenitud, luego se deslizó por mi garganta suavemente hasta llegar a mi estómago, semi vacío después de un día de compras, en el que todos recordaron que era el último del año y que al día siguiente, cuando comenzara un nuevo año no habría comercio abierto ni pan fresco que llevar a la mesa. Mis pensamientos le dieron la bienvenida al frío y reconfortante líquido dorado.
Me pasee con la copa hasta encontrar la pantalla solitaria de un televisor que dormía feliz en un dormitorio desocupado, lo encendí y una fiesta callejera golpeó mis oídos y mis ojos con sus comentarios de alegría, felicidad y novedad por los fuegos artificiales que se encenderían en un par de horas., me quedé contemplando a ese mar humano de sombreros vistosos y colorinches que se mecían en la multitud como un lago a medio día. Niños, mujeres, hombres, ancianos, todos estaban allí desde hacía horas, esperaban el minuto en que descorcharían sus botellas hasta ahora agitadas por la música y se abrazarían deseándose un buen año con su amante, marido, amigo o familiar, y me pregunté si yo abrazaría a la dulce perra collie que seguía mis pasos por la casa.
Algo llamó mi atención, no se si fue el ruido o la mortal sospecha de que, habiendo dejado abierta la puerta de la cocina que da al patio, para ventilar un poco más, podría por allí haber entrado el gato o quizás el macho collie que rondaba entre la casa y la del vecino donde había asado. Dejé abandonado el televisor y fui lentamente hasta la cocina y descubrí sorprendida que el plato de madera, donde había dejado un pan de pascua preparado para más tarde, había desaparecido y que en el piso, como testigo silencioso de su paso, sólo quedaban restos de pasas y migas… Bugs, que así se llama el enorme tricolor collie, se había banqueteado feliz con mi delicia navideña, y no pude evitar mirar automáticamente el horno, gran alivio, permanecía cerrado, funcionando y asando al pollo, que patiabierto esperaba ser mi cena, la última del año. Casi agradecida me prometí volver a revisarlo en un rato más.
Los minutos continuaban caminando en pos de la meta final: medianoche, y la radioemisora seguía emitiendo música estridente y contagiosa, que invitaba a mover las piernas al ritmo de sus melodías. En la televisión descontaban los minutos, uno a uno, faltaban - para la medianoche - dos horas cuarenta, lo que me tenía sin cuidado.
Volví a escanciar el delicioso mosto blanco en la copa, inconscientemente hice un leve brindis por el pasado y por tantos otros años nuevos esperados con ansias para abrazar a unos y a otros justo cuando las campanas cantaban la medianoche. En fracción de segundos y como en una película pasaron escenas divertidas, graciosas, emocionantes, hermosas y no tanto, de esas campanadas que alguna vez escuche en el pasado, con igual velocidad las desterré y ellas, obedientes, volvieron al rincón de donde no debían salir.
Volví a revisar el horno, como me pareció que el pollo estaba lo suficientemente asado, lo apagué pensando que con el calor lo mantendría durante un rato hasta terminar de dorarse. Más tarde prepararía unas papas duquesas y la cena estaría lista.
Volví a la televisión y al pasar cambié la radioemisora por otra que dejaba escuchar grata música orquestada, adecuada para la hora de cenar. En la pantalla brillante entrevistaban a los primerizos en las lides de un año nuevo callejero mientras una orquesta hacía bailar a la multitud. Gordos, flacos, chicos y grandes, con o sin ritmo, se movían locamente al compás de una pegajosa salsa caribeña., salsa… pollo…, lo había olvidado, corrí a la cocina, todo estaba bien, lo revisé y me di cuenta que le faltaba cocción, volví a encender la cocina, programé 15 minutos en el reloj y regresé a saber cómo iba la fiesta popular en la capital y en otras ciudades de la nación. Fiesta con mayúscula en todas partes; enarbolando cornetas, challa, serpentinas y papel picado las multitudes bailaban, gritaban, saltaban e intentaban cantar casi como un coro de fondo de la orquesta correspondiente.
Cuando no se quiere pensar, no hay nada mejor que la televisión, con sus imágenes consume todas las ideas y acapara de tal modo la mente, que hace olvidar –por unos instantes o minutos – todo lo que ocurre alrededor. Es el remedio apropiado para una noche solitaria de cambio de año. De pronto un fuerte olor golpeó y rebotó por todos lados, lo había olvidado…el pollo…
Volví rauda a la cocina, obviamente el pollo seguía en el horno, sólo que ahora tenía un lamentable color oscuro y un sabor a humo impresionante… ¿rostizado? …el famoso pollo de mis afanes culinario, se había transformado - mágicamente - en el último pollo asado y quemado del último día del calendario…
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