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Susto mayor

El caballo que le dio el paisano para que lo llevara a la casona, aparentaba manso. Su porte elegante y su pelaje marrón con crinas más pálidas, y sus cuatro patas blancas, lo hacían codiciado por todos los niños y los adultos.
Estában en la hierra, desde hacía dos días en plenas vacaciones de invierno. Al llegar a la casona en Baldes de Astica, estancia Las Delicias, lejano de la ruta principal del pueblo, los trabajadores lugareños ya habían carneado una vaquillona (vaya a saber quién era el dueño) para alimentar a la paisanada y los invitados en esa semana de duro trabajo en los corrales.
Alrededor de de la antigua casona sobresalía un horno de barro y unos gallineros y chiqueros; alguno que otro algarrobo, y tuscas era la vegetación invernal. Delante una gran galería, en donde las mujeres estaban preparando la comida al medio día. Colgaban del techo de la galería, unas cortinas blancas de antiguas telas de bolsas de harina para resguardarse del intenso sol. Ellas presurosas cortaban las cebollas y preparaban las empanadas y las ensaladas para el almuerzo.
El joven estaba entusiasmado por el trabajo en la hierra. Aprendió enseguida a enlazar los toros, a marcarlos, a caparlos, a guiar las vacas marcadas hacia los otros potreros. Cualquier semejanzas con los relatos del Lejano Oeste, era una mera casualidad.
Don Tránsito Elizondo era un antiguo lugareño, que en épocas infantiles había sido compañero de grado del padre del joven, en la única escuela primaria de los Baldes de Astica, ubicada justo enfrente de la salita de primeros auxilios. Ya algo canoso y de poco hablar, tenía el ojo izquierdo de vidrio de color celeste y el otro ojo de color marrón claro. Usaba un pañuelo rojo apretado al cuello y un sombrero negro. El hombre iba y venía en su caballo el Yeguaráz, aquel marrón de clinas pálidas.
-¡Che pibe!, vos que sos de la ciudá, ¿porqué no te llevás el Yeguaráz a la casona que es hora de almorzar?, le dijo Don Tránsito al muchacho de dieciséis años, hijo de Rosier.
-Como no Don Tránsito, aunque yo nunca he subido a un caballo…
-¡No te hagas problema que este bicho es muy manso!...
-¿Por dónde me subo?, ¿cómo me subo?, dijo el pibe.
Como pudo se subió tembloroso al caballo. Puso los pies en los lugares debidos, y tomó algo débil las dos riendas. Se acomodó en la montura, pensando en un paseo placentero hacia la casona.
Habían transcurrido algunos minutos, cuando, unos perros correteando tras unas perras, se meten entre las patas del Yeguaraz. Se levanta una intensa polvareda. Todos los paisanos caminan, algunos con sus caballos al costado y otros con sus mochilas y bolsas y conversan entre ellos. De repente y como los perros continúan molestando al Yeguaraz, éste de desboca, y el joven suelta las riendas y el animal sale despavorido hacia el este. Empieza a trotar agitadamente. En su travesía, cada vez se alejaba más de la casona. Se veía a las señoras llevarse el delantal tapándose el rostro en señal de preocupación o miedo por la suerte del jinete. Va en dirección a la estancia la Alvarina o a la Acostina y bien cerca de La Rioja. El joven no daba más del susto y no podía recoger las riendas que nadaban entre las patas del animal; intentó aferrase a lo único que creía que era más fácil: agarrarse de las crinas pálidas. Pero fue inútil. El animal estaba alocado y seguía su carrera a un ritmo supersónico. Pasaba entre las tuscas y rozando los algarrobos y uno que otro cactus. El jinete no sabía que era lo mejor a esa altura. Intentó tirarse y medianamente lo consiguió; y con la fuerza del animal, terminó a un costado de unos palos que eran de un chiquero abandonado. No sabía si sus costillas eran suyas, por el intenso dolor que la golpiza le provocó.
Ya auxiliado por las señoras y alguno de los hombres, el joven intenta reponerse, a un costado de la cocina de la casona. Ese día no lo va a olvidar, puesto que también el día anterior el hombre había llegado a la luna, y traía unos periódicos de esos acontecimientos con las intenciones de mostrarle a la gente que asistían a las marcadas. Pero sí fueron útiles esas hojas para entretenerse leyendo algo, a la hora de hacer reposo por varios días.
Terminó la yerra. Todos regresaron a sus casas.
El joven jinete se recibió de médico varios años después. Fue a trabajar a Astica.
Entre sus tareas, tenía la de ir los jueves a atender los pacientes en la salita de Baldes de Astica.
Ese jueves, doña Pepa, la enfermera de Astica, prepara los elementos para asistir los enfermos; el médico, el chofer Juan Molina y el enfermero Valentín Castro llegan en la ambulancia justo a la hora indicada.
Caballos atados a un palenque bajo la sombra de un algarrobo, y la gente esperando, era el panorama al llegar.
Ya en el consultorio, Castro toma nota del nombre de los pacientes.
El médico escucha decir:
-Sí mi nombre es Tránsito Elizondo…
-Ta bien ya está anotado mi amigo, responde Castro…
-Don Castro, ¿quien dice que es ese señor delgado, alto con pañuelo al cuello y sombrero negro?..
-Es Don Tránsito Elizondo, de la estancia Las Delicias, ¿porqué pregunta doctor?
-¡Es el que tiene un ojo de vidrio de color celeste!..

-Sí doctor.

-Vea Don Castro, ese señor Tránsito, es el que estando en la hierra hace algunos años, allá en las Delicias… me dio un caballo…
Ahora, le vamos a hacer una cargada. Va a llenar una jeringa grande de 20 centímetros y va a colocar suero fisiológico, y cuando yo le diga usted se la muestra y le hace sentir que le va a colocar esa inyección en la cola. ¿Qué le parece?..

-Usted manda doctor…

Llegó la hora de hacer pasar a Don Tránsito.

El hombre alto se saca su sombrero al ingresar al consultorio, y haciendo una leve inclinación de respeto, saluda al médico con una sonrisa y un buen día doctor…

-Buen día señor Tránsito. Dígame, que le anda pasando mi amigo.

-Mire doutor, ando sintiendo un prendimiento aquí cerca de la rodilla y no aguanto el dolor…he tomau una claúsula y no se vá, y no sé qué hacer…

- Muy bien, dígame ¿Usted sabe quién soy yo? Don Tránsito.

-No, no me parece haberlo visto nestas tierras…

-Mire, yo soy Alberto, el hijo de Rocier…

-Ah, sí, sí, ¡el hijo de mi compañero de la primaria!...

-Sí, ese soy yo. ¿Recuerda cuando en una yerra hace unos años atrás, usted me dio el caballo para llevarlo a la casona y no me enseñó a manejarlo; y que casi me mato de una terrible caída cuando se desbocó el Yeguaraz. Yo era un pibe de ciudad, como usted me dijo aquella vez. ¡me rompí unas costillas!... ¿qué le parece?.

-Ah, sí, sí ahorra me acuerdo, ¿qué susto nó!... Usted es hijo de Rocier, mi compañero de la escuela primaria. Y viera usted, ahora viene como médico a los pueblos da quí…¡quién iba a crer eso nó!

-Mire, enfermero Castro: colócale esa inyección grande en la cola a Don Tránsito a ver si se le va el dolor…

-No, no, no, doutor… yo me voy de aquí…no volveré nunca más.

Y el alto hombre de sombrero negro y pañuelo rojo, sale corriendo del consultorio. Subió al Yeguaraz y se dirigió raudamente en un viaje hacia el desierto, allá donde no hay nada y se confunde la tierra con las crinas pálidas.

Texto agregado el 01-01-2013, y leído por 279 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
27-03-2013 Hermoso escrito,sus figuras literarias y recursos estilisticos intensifican y embellecen el mensaje. Un agrado leerlo. Mis ******** Saludos gema01
 
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