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Observaba las estrellas casi sin pestañear. Las observaba una a una y todas al mismo tiempo. Las contaba, perdía la cuenta y entonces volvía a comenzar. Miraba también a la luna con impacientes ojos, como esperando que le sonriera o le dijera algo, pero al final las nubes lo cubrieron todo con un manto oscuro de neblina y penumbra que no dejaba ver ni siquiera a la brillante luna llena.
Una gota de agua cayó primero sobre su nariz. Le molestaba eso, pues cada vez que llovía la primera gota que sentía era siempre sobre su nariz, y ya a más de uno de sus conocidos le había expresado su disgusto por este particular hecho. Luego otra gota reboto sobre su mano izquierda y casi inmediatamente la lluvia la cubrió por completo. Ya no había forma de ver las estrellas, al menos esa noche.

-Estás completamente empapada- le dijo su madre- sube y cámbiate antes de que te de gripe.

Ella no respondió, sólo hizo un gesto aburrido con su rostro, sonrió levemente y atravesó los oscuros pasillos de su casa. Derecho hasta llegar al límite y después hacía la izquierda, en el fondo la última puerta de la izquierda quedaba su habitación. Siempre se preguntó por qué los pasillos de su casa no podían estar iluminados, era tedioso tener que caminar en una casi-completa oscuridad que lo envolvía todo y para colmo, no es que faltaran bombillos, pero si encendía las luces de los pasillos su madre la reprendía porque “había que ahorrar energía y los pasillos no necesitan de mucha iluminación”.

-Mucha iluminación- pensó ella imaginando la voz de su madre- lo que necesita iluminación es la noche, es una lástima que esté nublado.

Se lamentaba cuando no podía ver las estrellas. Desde pequeña, muy pequeña, su principal afición siempre fueron esos astros brillantes que parpadeaban irregularmente y hacían compañía a la luna. Por mucho tiempo pensó que la lluvia eran lágrimas de la luna, que lloraba porque se sentía sola y triste en las noches cuando no se podían ver estrellas; pensando y aferrándose a esta idea creció feliz. Más un día en el colegio le dijeron que aquello era absurdo, pero dicho de una forma más amable, pues aunque sus maestras de los primeros grados alimentaban su fantasía e imaginación, sus profesores de tercero o cuarto, en un cambió muy radical, querían que se aferrara a la realidad. Le dijeron hasta el cansancio, hasta que entendió (a fuerza de no querer), que la lluvia es un fenómeno natural y aleatorio. Al menos en teoría.

Entró a su habitación la cual estaba igual de oscura que los corredores o tal vez más, aunque eso no era de gran relevancia. Estaba tan acostumbrada a la oscuridad que fácilmente se deslizaba por los pasillos, por el comedor, la cocina, su habitación, la habitación de sus padres y hasta el sótano lo recorría con la vaga luz proveniente de la única bombilla encendida en la casa que se hallaba en el techo de la sala.

La sala tenía cuatro muebles y un sillón más grande, unas mesitas con macetas y plantas en los rincones y una gran alfombra roja en forma ovalada decoraba el suelo. La bombilla estaba ubicada en lo alto, en el centro, sujeta a un artesanal soporte hecho de varios retazos de vitrales rotos. Se tumbó sobre su cama sin encender la luz, sin cambiarse, y cerró los ojos. En la lejanía escuchaba como su madre movía ciertos trastos mientras hacía la comida, escuchaba como la lluvia seguía cayendo, escuchaba la voz de Isaac.

-¿Isaac?- dijo en voz baja y abrió repentinamente los ojos.

Se levantó de su cama y se asomó a la ventana. Ahí estaba él, con su sonrisa de “todo va bien”.

Isaac era su mejor amigo desde que ella tenía memoria, y a pesar de que no compartían casi ninguno de sus gustos se llevaban “Endemoniadamente bien” – de nuevo imaginó la voz de su madre, se lo había dicho hacía ya mucho tiempo, en el tiempo en el que ella aun no entendía que significaba “Endemoniadamente”.

Sacó la cabeza por la ventana y saludó a su amigo con un gesto de la mano izquierda que ambos habían inventado y él le respondió de la misma forma.

-¿Me vas a dejar aquí aguantando el frío o me dejaras entrar?- le preguntó, a forma de réplica, a su amiga.

-Tú sólo sube y cállate- le respondió sonriendo y haciendo un gesto de complicidad forjada con años de travesuras, planes nefastos y exploraciones más allá de los jardines de sus vecinos.

Isaac se metió de cabeza a la habitación pero se le enredó uno de los pies en el marco de la ventana, se tambaleó con fuerza y por un instante pareció como si su cara se fuera a estrellar directo contra el piso, pero él, habilidosamente, recogió la pierna que ya estaba adentro y acerco la rodilla al pecho con lo cual recupero estabilidad, entonces terminó de entrar, aunque el agua que caía desde todo su cuerpo le hizo resbalar y caer sobre su parte trasera.

-¿Tienes que ser siempre tan torpe?- le miró y le extendió su blanquecina mano para ayudarle a ponerse de pie – aunque sigue siendo extraño como es que siempre reaccionas para evitar los golpes y de nuevo algo te pasa – esta vez dejó escapar una risita de burla.

-Ja, Ja, Ja- rió sarcásticamente- lo que pasa es que en esta oscuridad no puedo ver nada- replicó- ¿porque no enciendes la luz?, ya sabes que no me llevo muy bien con la oscuridad.

Ese era un punto de discrepancia en su amistad. Isaac odiaba los lugares oscuros, o mejor dicho, le causaban miedo, pero siempre lo negaba y decía que era “odio”, aunque ella recordaba muy bien como de pequeños tenían que dormir con una lámpara encendida, cuando invitaba a Isaac a dormir, o de lo contrario se ponía a llorar.

-Deja de ser cobarde, además acabo de llegar – le dijo mientras esquivaba naturalmente la cama y el asiento de su escritorio para llegar al interruptor de la luz.

-Me lo supuse- contestó Isaac mientras tropezaba con la cama y se daba un fuerte golpe en la canilla con el asiento del escritorio de su amiga- ¡diablos!, ¿es que acaso vez en la oscuridad? Como sea fui a la colina y no te vi, por eso vine.

La colina era un sitio que ella e Isaac habían encontrado apenas tres meses atrás. Era un sitio elevado y tranquilo, adornado con un pequeño campo de flores que perfumaban el aire. Había dos árboles en donde pusieron una hamaca para dormir en las tardes y habían llevado una mesita, un poco deforme, hecha por ellos mismos. La magia del lugar residía en que era el punto más alejado del bullicio de las calles y su iluminación, era el punto perfecto donde admirar las estrellas, lo único que tal vez tenían en común los dos.

Se pasaban horas y horas mirando el firmamento. Hablaban del origen de las estrellas, desde aquel punto de vista científico hasta las mil y una historias que entre ambos conocían gracias a las mitologías de todas partes del mundo. Hablaban también de la luna, a quien habían designado como la “Madre” de las estrellas y entre ellos, sólo entre ellos, la llamaban “Selene” tal y como lo hicieron los antiguos griegos en su tiempo. Tenían plenamente identificadas cada una de las constelaciones y el nombre de las estrellas que las conformaban. Escucharlos hablar era en definitiva un deleite para los oídos, pero ambos eran tan reservados respecto al tema que raras veces mencionaban algo de las estrellas cuando no estaban solos.

-Así es, estaba en la colina hasta cuando todo se nubló- le explicó- ¿acaso subiste a la colina en plena lluvia?

-Bueno, dejaste tu abrigo en mi casa ayer así que pensé que sería buena idea llevártelo, pero no iba ni por la mitad del camino cuando comenzó a llover y heme aquí- le alcanzó un algo envuelto en una bolsa de plástico negro- toma, tu abrigo.

-Gracias, pero lo hubieses recordado mejor ayer, antes de que ambos resultáramos tan mojados el día de hoy, ¿no crees?- le decía a su amigo con una mirada burlona, de esas que no esconden la intención de molestar.

-Sensacional, tras que te traigo tu abrigo me lo reprochas – hizo un puchero fingido, de esos que él sabía la harían reír- pero no importa, con abrigo o sin abrigo igualmente te hubiera caído la primera gota sobre la nariz – esta vez él le devolvió la mirada burlona.

-Ni lo menciones – disimulo una risilla en un intento de expresión de enojo, pero le salió tan mal que ambos estallaron en risas mudas.

Era Isaac el único capaz de hacer mención a la lluvia y su nariz sin recibir un cortante cállate o un leve golpe en el brazo, pues el particular hecho no era precisamente lo que más le divertía como tema de conversación.

La lluvia tomó fuerza, cayeron relámpagos y los estruendosos truenos hicieron eco en sus oídos. La luz se fue. , pensó ella, . Pero para su sorpresa Isaac permaneció en silencio.

-Ustedes dos allá atrás, vengan a comer que ya está listo todo-

La voz de su madre retumbó por entre los pasillos como aquel trueno segundos atrás. Su madre le asustaba más que cualquier tormenta procelosa, pero era una mujer cariñosa, al menos la mayor parte del tiempo y aunque Isaac siempre hacía el menor ruido posible al entrar a su habitación, aunque callara todo el tiempo y se escribieran notitas para hablar, aún cuando ella lo había escondido en su armario; Su madre siempre se enteraba de su presencia, lo cual ya a ninguno de los dos les sorprendía. En cuanto a la madre de Isaac, ya no se preocupaba por que su hijo no estuviera en la casa, ella ya sabía dónde estaría.

-Toma, es de mi hermano pero te servirá – le alcanzó unos pantalones y una camisa- si te quedas con esa ropa mojada te dará gripe- imaginó, por tercera vez, la voz de su madre.

-Ok, ok mamá, ahora mismo me cambio.

-¡Aquí no idiota!, ya sabes dónde está el baño y ahora déjame que yo también necesito cambiarme y no intentes espiarme ¿ok?

-¿Por qué querría yo espiarte? No hay mucho para ver.

Isaac rió por lo bajo al ver el gesto de su amiga tornarse en un peligroso ceño fruncido, se hizo para atrás esquivando el golpe que ella le había mandado pero tropezando nuevamente con el asiento del escritorio.

-Te lo mereces- le dijo mientras intentaba darle algunas patadas en el suelo.

-Ya está, ya está. Sólo estaba bromeando- dijo aun riendo- ahora mismo salgo.

Ella resopló un poco mientras Isaac abandonaba su habitación.

Se cambió. Se deshizo de la blusa violeta completamente empapada y se puso la parte superior de su pijama, sus encharcados pantalones los remplazo por una sudadera de color gris y con una toalla secó su cabello el cual le llegaba hasta un poco más abajo de la mitad de la espalda y lo usaba sin flequillo, se lo recogió en una coleta de caballo.

Para cuando había terminado escuchó la voz de Isaac maldiciendo por lo bajo mientras se tropezaba con todo cuanto había en el camino. Ella sonrió, sabía que Isaac tenía el mejor sentido de la orientación conocido (por ella), en contraste con su manía de perderse a cada rato, pero la oscuridad entorpecía a Isaac y la potenciaba a ella. De nuevo – pensó- hay cada vez menos cosas en común.

Se dirigió a paso ligero por entre los corredores, atravesó la sala y llego al comedor que estaba iluminado por unas cuantas velas puestas en un candelabro en medio de la mesa. El comedor era redondo y tenía cuatro puestos, estaba cubierto con un mantel en donde los destellos pluriformes de las velas se veían vagamente reflejados, había tres platos servidos con un humeante estofado de pollo, arroz y ensalada de cebolla con lechuga.

Se sentó junto a Isaac que vestía la camisa negra y el pantalón de color azuloso que le había prestado, y que había sacado de la habitación de su hermano días antes pues presentía que podía necesitarlos. Acertó. Su amigo llevaba el cabello un poco largo, hasta más abajo de sus mejillas y, curiosamente, también se hacia una coleta de caballo pero dejando dos mechones un poco irregulares a ambos lados de su cara. Tenía los ojos de color café muy claro y la luz de las velas hacía que sus ojos lucieran como el cobre.

Su madre tenía un vestido de color rojo no muy fuerte, ceñido en la cintura y con un delantal blanco un poco manchado de comida. Su madre era casi idéntica a ella con la única diferencia de que ella, su madre, llevaba el cabello corto.

La comida transcurrió en silencio.

De nuevo en su habitación, extendieron una colchoneta en el suelo para Isaac y la conversación se reanudó.

-¿Sabes?- dijo ella- ya casi tenemos catorce y es increíble que aun te dejen dormir conmigo, bueno, en la misma habitación.

-Bueno, no es como si yo fuera a hacerte algo – torció la mirada como sólo el sabia hacerlo para producirle un falso enojo- ¿me alcanzas una almohada?

-¡Aquí tienes!- se la arrojó a la cara y aunque Isaac sabía que eso sucedería, y aunque se sentía protegido en la oscuridad, le había dado de lleno.

-¡Puf! ¿¡Cómo demonios pudiste darme en esta oscuridad!?- preguntó alarmado, aunque ya sabía la respuesta.

-Sólo intuición- dijo ella mientras él repetía al tiempo sus palabras con una fingida voz femenina- y no te busques más golpes que lo próximo no será una almohada.

-Me quedaré en silencio- dijo escondiendo una risita nerviosa.

-¿Sabes, Isaac? esta noche conté hasta mil trescientas treinta y tres estrellas por el lado izquierdo, pero perdí la cuenta- le dijo mientras acomodaba su cabeza en la almohada.

-Mañana continuaremos con la cuenta – decía forzosamente mientras se acomodaba en la colchoneta. Desistió, enrolló de nuevo la colchoneta y la metió bajo la cama, se acostó en el suelo liso y frio apenas con la almohada pero no sin antes jalarle la cobija a su amiga para molestarla- por cierto ¿sabes que recordé?- dijo finalmente mientras recibía un golpe de algo duro en la cabeza.

-¿Qué?-

-De “La ciudad reflejada”, ¿te acuerdas?, solíamos hablar mucho de eso cuando éramos niños.

-Por supuesto que lo recuerdo, Isaac, fue así como nos hicimos amigos.

-Cierto.

-¿Te puedo ser sincera en algo?

-Mientras no tenga nada que ver con que tienes ojos de gato o por el estilo, todo está bien.

-No tonto, eso no.

-Entonces adelante.

Ella respiró profundo, y parpadeo un par de veces, volvió a respirar tan profundo como sus pulmones le permitían.

-Aun creo en “La ciudad reflejada”- dijo al fin sin más vacilaciones.

Isaac guardo silenció, ella creyó por un instante que su amigo se había quedado dormido, no era la primera vez, y cuando estuvo a punto de arrojarle su almohada él le contestó.

-Yo también, Ellen, yo también. De hecho, no he dejado de creer en ello ni un solo día de mi vida.

Ellen abrió sus ojos de par en par.

Años atrás, muchos años atrás, ella se encontraba llorando en el patio trasero de la escuela, lloraba a cantaros, lloraba hasta que las lágrimas ahogaban sus propias lamentaciones infantiles. Cosas que carecían de sentido y palabras inventadas salían de su tierna boquita. Lloraba porque la lluvia no eran lágrimas de la luna.

Isaac se acercó a ella, dejando de lado el juego que había empezado con sus compañeros y éstos no le dieron importancia, se abrió paso entre el tumulto de niños que corrían de un lado a otro persiguiéndose hasta el cansancio en un juego sin fin.

-¿Por qué?- la miró inocentemente-

-¿Por qué, qué?- le respondió como pudo sin dejar de llorar, le miro de reojo con sus ojitos lavados en lágrimas.

-¿Por qué lloras?- completó su pregunta.

-Porque la lluvia no son lágrimas de la luna- le dijo rompiendo a llorar de nuevo, sollozando con una vocecita que fácilmente se confundía entre los griteríos de los niños.

-Y eso ¿Qué importa?- la miro nuevamente con una mirada de inocencia.

-A ti no te importa, pero a mí sí- le respondió.

-Y, ¿quién te dijo que la lluvia no son lágrimas de la luna?

-Todos me lo dicen, mis maestras, mi madre y mi hermano.

-¿Y sigue sin importarme?

-Pero, fuiste tú quien me dijo que no importaba – lo recriminó con una mirada de confusión.

-Bueno no recuerdo la mitad de las cosas que digo- dijo en un tono infantil y desconcertado- pero si a mí no me importa que la lluvia no sean lágrimas de la luna, ¿por qué a ti te importa que la gente te diga que no lo son?

-Pues es que – no halló, en su mente de cinco años, una respuesta para darle. Guardó silencio.

-La verdad es que yo creo en “La ciudad reflejada”- le dijo al tiempo que se sentaba a su lado- y a aunque me digan que no existe, yo nunca dejaré de creer- sonrió con aquella sonrisa que se convertiría en símbolo de su inconmensurable amistad.

-¿“La ciudad reflejada”?- repitió balbuceando un poco mientras se secaba los ojos.

-Sí, las estrellas, las estrellas en el cielo son el reflejo de una ciudad invisible a nuestros ojos, una ciudad hermosa con una castillo de plata gigante, la luna- habló tan entusiasmadamente que cuando se dio cuenta se avergonzó un poco- bueno, eso fue lo que mi mamá me dijo.

Ellen nunca había escuchado acerca de aquella ciudad invisible, quizá porque su madre la presionaba para poner los pies en la tierra como solía repetirle una y otra vez.

Desde aquel día Ellen e Isaac pasaban las horas juntos hablando de las estrellas, de “La ciudad reflejada”, siendo cómplices de travesuras y explorando los jardines de los vecinos.

Ella había encontrado un amigo que alimentaba su fantasía tanto como ella lo hacía con la suya y él había encontrado una amiga que no lo juzgaba por su miedo a la oscuridad, que cuando lloraba en silencio por la ausencia de luz lo abrazaba y le decía que todo estaba bien. Se contaban todo y todo se lo contaban. Hasta aquella noche tormentosa jamás hubo secreto entre ellos.

-¿Cómo es que después de tanto tiempo, después de todo lo que hemos aprendido e investigado, aun creemos en aquella ciudad?- Ellen volvía al presente con esa pregunta, segura de que Isaac también estaba sumergido en un viaje al pasado.

-Es porque nunca nos importó. Esa ciudad era, es nuestro refugio, es nuestra esperanza de que la fantasía aun no ha muerto- le dijo él, calmado, seguro de sí mismo.

Ellen halló en esa respuesta aquello que había hallado varios años atrás cuando un pequeño de ojos cafés claros le hizo caer en cuenta de que no importaba lo que los demás le dijeran, siempre que ella creyera en lo que para ella fuera su verdad, que las lágrimas sólo han de tener lugar cuando la fantasía se rompe irreparablemente.

Se sentó al borde de la cama y movió con un pie a Isaac, este se sentó en el suelo. Veía a Ellen contra luz, la lluvia se había detenido y el castillo de plata iluminaba nuevamente el firmamento. Los miles de faroles y casas alumbraban las cercanías del palacio, una ciudad de magia, una ciudad invisible se alzó frente a sus ojos. Ellen también lo veía, podía ver como las personas caminaban por las calles de constelaciones construidas en oro blanco, ocupándose de sus asuntos, riendo y hablando, comerciando y trabajando.

Ellen e Isaac se tomaron de las manos y caminaron juntos por aquellas calles de fantasía. Probaron del dulce fruto de los arboles platinados y jugaron con el agua de la fuente. Sólo ellos dos, felices en “La ciudad reflejada”. Sólo ellos dos, felices en la fantasía.

Por mucho tiempo los buscaron, las lagrimas de ambas madres terminaron por secarse. Ellen e Isaac ya no amanecieron nunca más, no estaban en la colina y tampoco correteando por las calles del pueblo, no estaban robando furtivamente las manzanas de los arboles de los vecinos y no acudieron nunca más al colegio. La mesita en la colina se lleno de musgo y terminó por deshacerse; la hamaca se agujereó y terminó por caerse y fundirse en la grama. Ahora Ellen e Isaac vivían en la noche. Ahora Isaac ya no temía a la oscuridad por que la oscuridad no existía realmente en “La ciudad reflejada”. Ahora Ellen ya no se disgustaría por no poder ver las estrellas.

En la habitación de Ellen sólo quedó una platinada marca en el techo, con forma de estrella, y el telescopio que tenía bajo su cama ahora apuntaba al firmamento, a una estrella en particular, una estrella que nunca antes se había observado, una nueva estrella.

Su nuevo hogar.

Texto agregado el 28-12-2012, y leído por 128 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-01-2013 Sabes muy bien lo que pienso de tu escritura ;) Arwenpoe
 
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