Al otro lado del enorme ventanal del salón, la ciudad le daba las buenas noches. La nieve, que no había dejado de caer en todo el día, cubría las calles y los árboles adornados con luces de colores le recordaban las señaladas fechas en las que se hallaba. De nuevo, la Navidad hacía acto de presencia. Pronto los villancicos y el ambiente festivo lo inundarían todo. En el trabajo todos hablarían de cenas familiares y regalos. Los anuncios de perfume colapsarían los espacios publicitarios de la programación televisiva y los escaparates se llenarían de adornos, estrellas y colores. Pronto la felicidad y la nostalgia se mezclarían, dando lugar a ese extraño e indescriptible sentimiento que aparecía cada año en esas fechas y le contraía las entrañas.
Con uno de sus delgados dedos, dibujó una cara sonriente sobre el cristal empañado aunque la sonrisa se mantuvo alejada de su propio rostro. Aquella había sido siempre su época preferida del año. Años atrás, contaba, ansiosa, los días que faltaban para que el mes de diciembre hiciera acto de presencia. En cuanto este llegaba, arrastraba cajas y desempaquetaba adornos hasta que su casa se parecía más a la morada de Papá Noel que a la vivienda de una joven estudiante de derecho.
Suspirando tristemente, apoyó la frente en la ventana y sintió como las lágrimas asomaban a sus ojos. Todo aquello había cambiado en el mismo instante en el que, arrastrando una maleta de sueños rotos y ambiciones vacías, se había subido a un avión de una compañía low cost que la había alejado de todo aquello que conocía para lanzarla a un abismo de soledad. Había tenido que decir adiós a los suyos y abandonar un hogar que nunca había querido dejar atrás. Había tenido que renunciar a ÉL.
Se habían despedido en el aeropuerto, entre sollozos y promesas que, en el fondo, ambos sabían que no cumplirían. Habían flotado entre ellos esas frases de consuelo que jamás daban resultado. “Será por poco tiempo”, había murmurado ella. “Mantendremos el contacto”, le había jurado él. Pero los dos habían estado equivocados.
Durante las primeras semanas habían hablado a menudo, los dos esperando ansiosos la caída de la noche para conectar el Skype y compartir horas de risas y anécdotas, pero, poco a poco, aquellas comunicaciones habían comenzado a acortarse. Las conversaciones hasta el amanecer se habían ido reduciendo a un par de horas antes de acostarse para, finalmente, quedarse en algunos minutos robados entre el merecido descanso al llegar de trabajar y la hora de la cena. Ella se había consolado pensando que sólo serían unas semanas y que en cuanto se vieran de nuevo todo volvería a la normalidad. Pero el tiempo había pasado sin tregua y las semanas se habían convertido en interminables meses. Las charlas diarias habían sido sustituidas por comunicaciones semanales para acabar dando paso a tensas conversaciones puntuales en las que ninguno de los dos tenía demasiado que decir. Así, un día, se había encontrado sentada frente a un ordenador portátil que le mostraba la imagen de un completo desconocido que la miraba con hastío. Y supo, sin necesidad de preguntarle nada, que el amor que una vez había sentido por ella había muerto.
Acercándose al perchero de la entrada, se vistió su gorro blanco y su bufanda, descolgó aquel abrigo que había comprado en Selfridges una tarde de rebajas y se dirigió a la calle. A pesar de lo mucho que lo había querido, el dolor que debería haber sentido ante el fin de una relación por la que lo hubiera dado todo no había llegado. En su lugar, el sentimiento de traición se había instalado en su pecho. Él había jurado esperarla, pero no lo había hecho. Su orgullo pateado le había dado una fuerza que, probablemente, no habría logrado reunir si realmente lo hubiese amado. Porque si de algo estaba segura a esas alturas era de que nunca lo había querido. Al menos no del modo en que una debería querer a la persona con la que espera pasar el resto de su vida. Y por eso en el fondo, muy en el fondo, sentía que ella también era una traidora.
Un pequeño pie enfundado en una bota de piel marrón, se hundió en la nieve. Estremeciéndose por la baja temperatura, guardó las manos en los bolsillos antes de que comenzaran a amoratarse a causa del frío. Poco después, su madre había muerto. Para entonces su situación era lo suficientemente holgada como para permitirse volver en un avión en el que, incluso, podía respirar profundo sin golpearse con el asiento de delante. Había viajado con el estómago encogido, el nerviosismo y la tristeza fundiéndose en iguales proporciones con la nostalgia que no la había abandonado desde que se había marchado.
Nada más llegar a aquel lugar en el que, en otra época, había estado toda su vida se dio cuenta de que a cada hora que el reloj había dejado atrás, la realidad había mudado un poco y todo aquello que antes le era tan familiar se planteaba ahora como algo totalmente desconocido. Los conocidos de antes se habían convertido en extraños y los amigos se sentían un tanto distantes, la confianza y la jovialidad de antaño escondidas bajo una alfombra de tímida cordialidad. Y se había dado cuenta de que sólo una ilusa hubiera creído que tras tanto tiempo lejos todo seguiría igual. Había caído en la cuenta, entonces, de que, a partir de ese momento, ya no volvería a sentir que tenía un lugar al que regresar. Sin percatarse, se había convertido en una mujer sin raíces, dividida entre dos tierras que significaban todo y nada a la vez. Pasado y futuro separados por demasiados kilómetros, porque había sabido, tal vez desde el principio, que aquellas frases de consuelo susurradas en un aeropuerto abarrotado habían sido falsas, de que aquella despedida entre lágrimas había significado ya entonces un adiós definitivo.
Avanzando por la acera abarrotada, emprendió el camino hacia Hyde Park. La ventisca resecaba sus labios y sabía, sin necesidad de un espejo, que su nariz se había convertido en un llamativo y poco elegante botón rojo.
Nadie había ido a despedirla la segunda vez. Había embarcado sola, repitiéndose mil veces que no debía mirar atrás. Y lo había hecho con un poco menos de equipaje porque sabía que una parte de sí misma se había quedado allí. Tal vez en aquella casa de piedra rodeada de jardines donde había pasado su infancia junto a su familia. Quizá en aquel piso compartido, a pocos metros de la facultad, en donde, cada tarde, planeaba un futuro perfecto en el que cada uno de sus amigos tendría un papel y que ya nunca tendría lugar. Porque ni su hijo sería el mejor amigo de su sobrino, ni su hija se casaría con el retoño de su mejor amiga.
Había regresado a Londres sabiendo que, a partir de ese instante, tendría que comenzar a andar de nuevo. Y, aunque jamás lo diría en voz alta, en lo más profundo de su alma no podía evitar sentir que su país le había dado la espalda.
El sonido de un claxon la arrancó de golpe de sus cavilaciones. Sin darse cuenta, Bayswater Road se hallaba ante ella, un tupido cinto blanco que bordeaba el norte del parque.
Apurando el paso, cruzó la verja y aquella paz ya tan familiar que siempre le proporcionaban esos jardines hizo acto de presencia. Como si le hubiesen arrancado, de repente, el peso de todos aquellos recuerdos de sus frágiles hombros, sintió que podía respirar de nuevo.
El punto cero de su vida lo habían marcado unos pícaros ojos azules las navidades pasadas. Como si de un cuento se tratara, se había encontrado con ellos a través de un cristal. Ella sentada en el incómodo asiento de un autobús. Él esperando, apoyado indolentemente contra una sucia pared de ladrillo. A ella le había parecido el tipo más atractivo del mundo y había sabido, incluso en ese instante, que estaba completamente fuera de su alcance. Convencida de que no volvería a verlo había seguido su camino.
Caminando hacia los jardines italianos lo más rápidamente que la nieve le permitía, dejó que su mirada vagara entre las pocas personas que permanecían en aquel lugar. Cuando, por fin, encontró lo que buscaba sonrió.
Se habían encontrado de nuevo al día siguiente y para él aquel encuentro había sido suficiente. Sin saber cómo, se había visto envuelta en la más extraña situación que había vivido jamás. Cada mañana, una rosa aparecía en el escritorio de su oficina, rodeada de una cinta azul en la que alguien había escrito una letra. Cada día una rosa de un color distinto. Cada día una grafía diferente. Había tardado semanas en completar el mensaje y había sabido, incluso antes de encontrárselo tumbado despreocupadamente en el sillón de su despacho, que él le entregaría, en persona, la última letra. Y había dicho que sí. No había podido responder de otro modo. Porque Andrew, con su sonrisa traviesa y esa seguridad en sí mismo que enamoraba y desquiciaba en la misma medida, era exactamente lo que ella necesitaba. Él era lo que, inconscientemente, ella siempre había estado buscando.
— Pareces un copo de nieve.
Unos alegres ojos azules se encontraron con los suyos y, sin darle tiempo a reaccionar, unas fuertes manos tiraron de su gorro y se lo encasquetaron hasta la nariz.
Aun sabiendo que su postura sería completamente ridícula, se cruzó de brazos y adoptó lo que, en otras circunstancias, podría ser una posición de reprimenda. Mas en cuanto los suaves labios de Andrew se encontraron con los suyos, cualquier sentimiento de afrenta se desvaneció. Rodeando su cuello con los brazos, dejó que con sus besos le recordara algo que había descubierto en los últimos meses. Que el hogar no se encuentra en el lugar donde se ha nacido, sino en aquel del que ya no se desea partir jamás.
— ¿En qué piensas? —preguntó él acariciando su mejilla con los dedos.
Mirándolo a los ojos, sonrió.
— En que sólo contigo eso de “para siempre” tiene sentido.
Andrew suspiró y, tomando su mano, comenzó a caminar.
— Deberías leer menos novelas románticas.
— ¿Y qué leería entonces? —preguntó ella con inocencia— ¿Más mensajes como el tuyo?
Con una enorme sonrisa, él rebuscó en el bolsillo y le entregó un possit amarillo.
— Ahora que me lo recuerdas…
En cuanto leyó el mensaje, se echó a reír y, disimuladamente, pegó el papel en uno de los bancos.
— Si conmigo funcionó —explicó, ante su expresión interrogante—, tal vez ese mensaje tan cutre funcione con otra incauta.
Se alejaron, riendo, sin que les diera tiempo a ver cómo alguien recogía el papel y leía en voz alta:
“He perdido mi teléfono… ¿me das el tuyo?”
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