Ante una hoja en papel, cuyo único contenido era el peso de su mirada vacía, se sentaba un hombre mientras jugueteaba con una pluma y se preguntaba qué hacía con ella en la mano.
Vamos hombre, se dijo con severidad. Eres un escritor, y los escritores pues escriben. Pero a pesar de que millones de imágenes poblaban su mente, lo que no llegaban eran las palabras para expresarlas.
Escribió una línea y con rabia arrugó el papel lanzándolo al cesto, que lo recibió con el resignado silencio con el que había recibido a los otros, rebozaba de los desechos que durante horas, había parido aquella mente atormentada.
Se levantó y miró a su alrededor. El departamento era un lugar a medio camino entre una vivienda y un estudio. Sobre dos mesas había torres de libros que se sostenían en precario equilibrio, y que habían sido leídos, consultados o desechados. Más allá una gran cama exhibía ropas, periódicos y cualquier otro objeto perdido entre las sabanas, y por su aspecto, difícilmente podría haberle ofrecido el descanso adecuado a ningún cuerpo.
Latas de refresco vacías, bolsas, y cajas que algún momento contuvieron algún alimento, aparecían esparcidas y constituían el único y muy discutible adorno de aquel lugar.
Buscó sus cigarrillos, y los encontró bajo en montón de papeles, y al mirarlos recordó que debía terminar el escrito que esperaban en la editorial. Sus historias tenían éxito, pero no así su vida. La verdadera gran historia, la que quería contar, permanecía presa en su mente sin encontrar ni salida ni ocasión.
Encendió el cigarrillo y caminó hacia la ventana, la abrió y se asomó por ella. Se ahogó al respirar el aire limpio de la noche, acostumbrado como estaba, al denso humo que respiraba las veinticuatro horas al día.
Miró hacia el horizonte algo distorsionado por las estructuras de concreto, donde se apiñaban familias e historias en apretado conjunto. París, la ciudad luz, que ironía, porque solo veía oscuridad ante él.
Dirigió su vista hacia donde debía correr el Sena, con sus cerca de tres docenas de puentes, y cuyas riberas eran la meca de pintores y escritores por igual. Donde los turistas disfrutaban del recorrido en los típicos “Bateau Mouche”, sin sospechar que sus aguas son tan populares para los suicidios, como para disponer de los cuerpos de anodinas víctimas de asesinatos.
Cerró la ventana y volvió a sentarse frente a otra hoja en blanco. Maldijo con exasperación, él era capaz de escribir desde la más inverosímil historia, hasta la más cruda de las realidades, pero un inepto para vaciar sobre aquella hoja sus propios sentimientos.
Aquella cosa cálida, frágil y pura, que hacía ya algún tiempo se había llevado su cordura, que le robaba el sueño, el tiempo y hasta el aliento sin consideración alguna, y causándole un cruel sufrimiento.
Pensó en ella y su corazón por un breve lapso de tiempo se detuvo. Dónde diablos se habían metido las musas, dejándolo sumido en aquel tormento de no poder decirle a la mujer que amaba, de la forma más hermosa, la verdad de sus sentimientos.
Finalmente y sin esperanzas, peleado con la inspiración y con los ojos cansados, lo único que pudo escribir sobre aquel papel, fue un simple y sincero: Te Amo.
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