EL LADO OBSCURO DEL DESEO
(2004)
El padre Estanislao tomó su habitual tinto sin azúcar en la sacristía antes de ingresar a la iglesia para comenzar las confesiones de las cuatro de la tarde.
Era su rutina de todos los días y lo hizo a sorbos muy lentos pues estaba bastante caliente, como a él le gustaba y no le preocupó hacerlo despacio, soplando entre sorbo y sorbo, aunque fueran las cuatro y cinco minutos, pues por aquella época se había perdido muchísima clientela y era muy probable que no hubiera nadie esperándolo en el confesionario.
Llevaba seis años a cargo de esa parroquia y catorce desde que se había ordenado como sacerdote.
Desde niño descubrió su vocación, ayudándole en la iglesia de su pueblo natal al padre Nicanor en todas las actividades de la sacristía y como monaguillo en las misas, bautizos, matrimonios, procesiones y cualquier otro evento en el que hiciera falta.
Siempre estaba media hora antes del llamado, ordenando las cosas de la sacristía y el altar, las vestimentas del padre y las suyas mismas y lo hacía con tal dedicación que nunca le tuvieron que llamar la atención por ninguna causa.
El padre Nicanor fue un guía espiritual impecable y todos en el pueblo reconocieron desde muy temprano la vocación del niño y ninguno dudaba que seguiría los pasos de su ejemplar maestro. Era una rutina después de cada misa, cuando todo estaba ordenado, que el padre le regalara unas monedas, que el niño recibía con agrado pero que en cuanto se despedía de él colocaba en la alcancía de limosnas del altar de la virgen, prendía una veladora y después de una breve oración regresaba a su casa.
La familia estuvo orgullosa cuando el niño les comunicó su decisión de ingresar al seminario y el padre Nicanor se sintió satisfecho de haber hecho una buena labor para que el niño tomara tan acertada determinación que con los años lo llevaría a convertirse en el devoto padre Estanislao, quien terminó con éxito sus estudios y obtuvo un doctorado en teología antes de decir su primer misa, evento que dividió en dos su vida y que ratificó, no solo sus votos sino lo enfocado de su vocación y que en pocos minutos más brindaría a sus escasos feligreses el sacramento de la confesión.
Era un hombre equilibrado y de buen criterio para tratar los problemas mundanos de sus parroquianos y no había problema o pecado suficientemente complicado para el que no tuviera el consejo adecuado y la magnánima absolución.
Al sentarse en el confesionario, el padre Estanislao no sospechaba que el contenido de la siguiente confesión comenzaría en él un proceso que trastornaría y estremecería las bases de su fe y llegaría a hacerlo dudar sobre la legitimidad de sus convicciones, lo que cambiaría radicalmente los días que le restaban de vida.
Cuando estiró su brazo para hacerle una leve seña a la mujer para que se acercara, como era habitual en él, no reparó en el rostro de esa mujer de edad madura y apariencia desgarbada que tenía la cabeza cubierta con un pañuelo de seda de color negro, doblado en triángulo y con las dos puntas más extremas atadas bajo la quijada.
El padre Estanislao tenía por norma tratar de no recordar las caras de las personas que se acercaban al confesionario con el propósito de hacer lo más impersonal posible la confesión y no asociar rostros con pecados. Para tal efecto la pequeña ventanilla por donde se establecía la comunicación verbal era una reja de madera con un laborioso tallado de dibujos barrocos que además tenía templada por el interior una espesa tela negra que imposibilitaba de ambos lados el contacto visual. Lo único claro para el confesor fue una voz serena y pausada que no manifestaba el menor asomo de arrepentimiento, sino por el contrario en su tono grave delataba una actitud desafiante. La misma voz que quedaría indeleble en la memoria del cura y que a cada paso lo acosaría a partir de aquélla confusa confesión, en los momentos de meditación, cuando estaba leyendo, durante sus oraciones e incluso mientras oficiaba misa o cuando se encontraba en su cama, con la luz apagada poco antes de dormirse. Confesión en la que sin entender por qué, le dio la absolución sin mandarle penitencia, algo que no le había ocurrido nunca antes, El recuerdo de aquella voz sin rostro lo asaltaba sistemáticamente y lo distraía de sus actividades cotidianas.
Al principio no le prestó mucha atención y solo hizo consciente el hecho cuando volvió a escuchar la voz, la segunda vez que la mujer se acercó al confesionario. A partir de ese momento se despertaron en él emociones que creía inexistentes pero que solo estaban escondidas en los rincones más recónditos de su alma.
Por primera vez en años volvió a sentir curiosidad, algo que a fuerza de ejercitación se había impuesto erradicar por considerarla una mala consejera pero que de un zarpazo reapareció.
El padre Estanislao fue consciente de ello cuando después de esa segunda confesión se sentó a solas a reflexionar por qué le estaba ocurriendo aquello y a reconstruir detalladamente el desarrollo de esa segunda confesión y se vio a sí mismo en varias ocasiones acercándose a la tela negra de la ventanilla tratando de ver algo a través de ella, intentando identificar un rostro para asociarlo con esa voz.
En sus análisis se negó a aceptar que el motivo de esa inusual reacción en él, pudiera ser el contenido de la confesión, pues eso abriría una puerta que él prefería que se mantuviera cerrada. No obstante, aunque no era algo usual en él, durante todo ese día estuvo dándole vueltas en su mente a los escasos pormenores del relato que le había hecho aquella taciturna mujer.
No se trataba de ningún pecado muy grave ni menos de algo que no le hubiera ocurrido ya a alguno de sus feligreses, incluso consideraba que esa falta podía ser considerada como venial, pero no acababa de entender por qué recurrentemente regresaba a su memoria. Al final del día, en sus oraciones de antes de acostarse le pidió a Dios que alejara de su mente esos pensamientos perniciosos.
Durante toda la noche estuvo dando vueltas en la cama con pesadillas asociadas a esa voz y a una mujer sin rostro con una pañoleta negra que le envolvía la cabeza y que lo perseguía por todas partes gritándole una y otra vez sus pecados.
En la mañana se levantó de mal humor por la falta de descanso y después de ir al orinal, se tomó un antiácido pensando que la chuleta de cerdo que había cenado la noche anterior era la causante de la mala noche, ignorando por completo que su estado de salud era bastante precario desde hacía mucho tiempo.
Esta era una experiencia completamente nueva para el padre Estanislao y por más razonamiento que trataba de hacer para explicársela de una manera satisfactoria, no lo conseguía, pues siempre se interponían en sus análisis unas irrefrenables ansias por la expectativa de que quizás la siguiente tarde se presentaría de nuevo la mujer frente al confesionario.
Se sentía inmerso en muchos conflictos, pero el último que lo atrapó fue el dilema entre negarse a escuchar en confesión a aquella mujer que le exacerbaba pasiones que creía desterradas de su vida y su voto de no negar a ningún ser humano, sin importar las circunstancias que mediaran, el derecho a ser escuchado en confesión y a obtener la absolución.
Esa responsabilidad se convirtió para el padre Estanislao en un bálsamo de conciencia, pues aunque lo obligaba a cumplir con un deber irrenunciable, en realidad lo que hacía era mantener viva la posibilidad de seguir escuchando aquella voz a través de la tela negra del confesionario, sin importar el terror que sentía de pensar en lo que podría ocurrir en la siguiente confesión.
La tercera vez que la mujer se acercó al confesionario, al contrario de las dos anteriores en las que la había escuchado sin decir una sola palabra hasta el final, con la mayor discreción posible para que la mujer no percibiera el menor asomo de ansiedad en su voz, le pidió que fuera un poco más explícita. Entonces la mujer le explicó con lujo de detalles cómo lo que en primera instancia el padre había interpretado como un natural deseo reprimido, que todas las mañanas, después de que su familia salía a cumplir con sus respectivas obligaciones diarias, ella se quedaba sola arreglando la casa y que cuando subía al segundo piso y abría las cortinas del dormitorio, siempre lo hacía con la esperanza de ver por la ventana al hijo de su vecina, un joven corpulento, que ciertos días se dedicaba a hacer ejercicios físicos en un pequeño gimnasio que había improvisado en el patio de su casa.
Al igual que las veces anteriores, la voz de la mujer no denotaba el menor signo de arrepentimiento, sino por el contrario parecía disfrutar de compartir sus intimidades con alguien y siguió diciéndole al cura que cuando tenía la oportunidad de verlo desde la altura de su dormitorio, a donde él no la podía ver a ella, se quedaba extasiada mirando el cuerpo del muchacho mientras levantaba pesas, hacía flexiones en una pequeña barra o hacía abdominales. Que veía la forma en que se hinchaban y deshinchaban los músculos de su torso desnudo en cada ejercicio y que irremediablemente ella no podía dejar de imaginar que esos movimientos rítmicos los hiciera el joven en la cama de ella haciéndole el amor y que conforme su imaginación seguía volando, la excitación hacía presa de ella y comenzaba a imaginar que ese joven la sometía a los más bajos vejámenes en posiciones inimaginables y que entre más difíciles fueran las posiciones y más dolorosos los vejámenes, ella los disfrutaba más. Que en cada abdominal que el muchacho hacía, cuando levantaba la cabeza de las rodillas y se impulsaba para atrás con las manos entrelazadas en la nuca y quedaba tendido boca arriba, ella apreciaba cómo se dibujaba a plenitud en su pantaloneta de licra, su magnífico sexo dormido y ella imaginaba cómo poco a poco despertaba espléndido y sus fantasías la llevaban a intentar adivinar lo que sentiría cuando lo tuviera entre sus manos, o entre sus piernas, o entre sus pechos, o entre su vagina, o entre sus nalgas, o entre su boca.
El padre Estanislao se encontraba con el corazón en la boca pues cuando le pidió que fuera un poco más explicita, no esperaba que lo fuera tanto y con la voz entre cortada la interrumpió para preguntarle si era casada. Ella le respondió que si y que tenía dos hijos que estaban a punto de terminar el colegio.
El cura sabía que la pregunta de rigor que seguía era si mantenía relaciones sexuales satisfactorias con su esposo, pero fue incapaz de hacerlo pues se sentía muy abochornado, algo que no le había ocurrido antes en su larga carrera sacerdotal y se limitó a darle un breve consejo respecto a la importancia de la castidad y apresurarle la absolución después de pedirle que rezara un credo y tres padres nuestros.
Después de que la mujer se retiró del confesionario, el padre Estanislao se quedó sentado por un largo rato, absorto en el enredo en que se encontraba inmerso, cuando advirtió una ligera dureza debajo de su sotana y con estupor se palpó una leve erección, hecho que solo le había ocurrido ocasionalmente mientras dormía.
A partir de ese momento el padre Estanislao, no pudo negarse a si mismo la realidad en que se encontraba sumido y la única opción que lo podía mantener en pie era que se trataba de una trampa que le estaba tendiendo el diablo para llevarlo a dudar sobre la legitimidad de su fe. Oró a Dios para pedirle fortaleza y después de pensar mucho en la posibilidad de abandonar sus hábitos, tomó la determinación de aceptar el reto y hacerle frente al enemigo, aún con la certeza de que su fe estaba debilitada y su voluntad era muy frágil.
Su mayor crisis fue cuando intentó analizar de dónde surgía esa tentación, como tratando de ubicar en qué lugar se encontraba escondido el diablo para saber por dónde podría venir el ataque y empezó a mirar a los rincones, debajo de las sillas, atrás de las cortinas, con la esperanza de que en alguno de esos lugares encontrara alguna señal que le mostrara que allí se encontraba el enemigo tratando de tentarlo, pero no encontró nada.
Entonces se tornó más etéreo y amplió el horizonte de su búsqueda a profundidades insondables de donde creía que podrían provenir las señales, pero su intuición lo rescató a tiempo de esa telaraña que lo estaba atrapando y todo el acerbo de conocimiento intelectual con una dosis de sentido común lo llevó a concluir que contrariamente a todo lo que le habían enseñado, esa mala influencia no venía de ningún sitio externo en donde se pudiera encontrar el diablo, sino que este moraba en su interior y que era de allí mismo, de su interior, de donde nacía toda esa maldad y que no había esfuerzo humano que él pudiera hacer para tratar de deshacerse de ella, pues mientras su cuerpo tuviera vida, siempre estaría ahí y que lo único que él podía hacer era intentar con su parte buena tratar de mantenerla controlada para no permitirle que gobernara su existencia.
El descubrir que en su interior cohabitaban Dios mismo, manifestado en su parte buena y el diablo mismo, manifestado en su parte mala, lo condujo a una gran crisis de identidad y en medio de ese torbellino de emociones, optó aunque sin éxito, porque su parte buena intentara mantener controlada a la mala.
Para la siguiente confesión de la mujer, el padre Estanislao, lejos de tener bajo control la situación, estaba más confundido y ofuscado que en cualquier otro momento de su vida.
Cuando la mujer le reiteró sus debilidades y que de nada le habían servido los consejos del padre en la confesión anterior, él le preguntó si sus relaciones con el marido eran satisfactorias y ella le confesó que nunca lo habían sido. Que su marido desde la noche de bodas la había violentado y que siempre la había usado como un objeto sexual y que ella no conocía lo que era una relación satisfactoria, ni mucho menos lo que se debía experimentar en un orgasmo, hasta cuando comenzó a auto estimularse.
Para ese entonces la confesión había cambiado su carácter impersonal y discreto por uno de mucha familiaridad que parecía la conversación entre dos viejos amigos, cuando la mujer le dijo al padre que en una ocasión mientras observaba al joven desde la ventana, se había sentido tan emocionada que no había podido evitar pasarse las manos por los senos y empezar a acariciarse y descubrir que mientras más lo hacía, su emoción iba en aumento y descubrió sensaciones que con su marido nunca había conocido y en un acto irreflexivo se había quitado el sostén para poderse tocar sin ropa y cómo había terminado con una mano masajeándose los pechos y la otra metida dentro del calzón, frotándose y metiéndose los dedos, tendida en la cama en medio de gemidos y retorciéndose de placer.
El cura no pudo controlar la mezcla de excitación y curiosidad y al final de la confesión le dijo a la mujer que de penitencia prendiera una veladora en el altar de la virgen y que allí mismo le rezara un rosario.
El altar de la virgen se encontraba justo enfrente del confesionario y cuando la mujer se dirigió a cumplir la penitencia, él descorrió discretamente la tela que le brindaba la privacidad para las confesiones y observó con detenimiento a aquella mujer que le costaba trabajo asociar con alguien que practicara los actos lujuriosos que le acababa de narrar.
Esa noche la mujer de las pesadillas del padre tuvo por fin rostro y recurrentemente se le aparecía desnuda, solo con una pañoleta negra sobre la cabeza, para pedirle que la llevara al patio de la casa de su vecina para hacer ejercicios juntos.
A la madrugada se despertó bañado en sudor con una mezcla de angustia y lujuria y con un terrible ardor en el estómago en medio del apremio de una bocanada incontenible de agua que le subió por el esófago y se desbordó por boca y nariz dejándole un sabor acre de agruras y resentidas las vías respiratorias que sentían como hielo el paso del aire en cada respiración.
A tientas tomó un pañuelo de su mesita de noche para tratar de limpiarse un poco los ácidos intestinales que acababa de vomitar y luego bebió unos sorbos de agua para mitigar el ardor y el calor que sentía a la vez que arrojaba a un lado las mantas que lo cubrían.
Se quedó a obscuras meditando en sus pesadillas y en el vértigo que le producían aquellas escenas con la mujer desnuda y mientras hacía esas reflexiones, de una manera inconsciente se palpó una vez más una intensa erección y mientras seguía pensando en esa mujer de pañoleta negra se acarició con suavidad su sexo hasta terminar por tomarlo con firmeza y finalmente los rítmicos movimientos dieron paso a la incontenible naturaleza.
La vida del padre Estanislao había empezado a desarrollarse entre permanentes dilemas y esa mañana no iba a ser la excepción. A pesar de sus continuos malestares estomacales, no dejó de beber su consabido café caliente, mientras analizaba los pros y los contras de llevar a exponer su caso ante el señor obispo.
La lucha que se desarrollaba en su interior entre su lado bueno y su lado malo, se reflejaba en la ambivalencia entre querer ir a confesarse con el obispo y liberar su conciencia de toda esa carga emotiva a que estaba sometido y permitir así que el bien triunfara sobre el mal y entre todos los miedos que lo asaltaban en el sentido de que el obispo no lo comprendería y que sin importar si posiblemente lo sometiera a una penitencia demasiado rigurosa, para expiar su debilidad, no descartaba la posibilidad de que lo retirara de su parroquia y eventualmente le prohibiera ejercer el sacerdocio, echando por la borda todo su trabajo, sus estudios y la labor comunal que desarrollaba y dejándolo indefenso en una vida para la que no estaba preparado y pronto las buenas intenciones de ir con el obispo se vieron eclipsadas por los miedos y con ello poco a poco se fue abriendo paso victoriosa la tentación, pues en realidad no eran los miedos la otra parte de su ambigüedad, sino esa parte obscura de su naturaleza que se encontraba totalmente inexplorada y a la que tenía terror de enfrentar.
Era la incomprensión de por qué la naturaleza lo había dotado con un equipo del que no podía hacer uso y sentir cómo ese equipo había comenzado a manifestar su presencia sin contar con su consentimiento y que todo aquello había aflorado en su vida a partir de la presencia de una minúscula mujer de pañoleta negra, que sin entender cómo, había hecho vibrar fibras de sus emociones por él desconocidas hasta entonces. Esa parte obscura de su naturaleza era el deseo, que se estaba abriendo paso con una fuerza brutal.
Cuando sonó el teléfono, lo sacó de su ensimismamiento. Era la secretaria de su doctor para decirle que el galeno quería verlo a la brevedad posible.
Cuando el padre Estanislao entró al consultorio, por su mente no pasaba ni remotamente la idea de que ese día cambiaría nuevamente el rumbo de su vida.
Después de los saludos protocolarios el médico le pidió que se sentara y acto seguido le entregó el sobre de manila que contenía los resultados de su colonoscopía y le dijo que esa era una de las partes más duras de su profesión, refiriéndose a tener que darle la noticia que las pruebas de histopatología de la muestra que le habían sacado en el examen habían dado resultado positivo.
Inicialmente el padre Estanislao no entendió lo que su doctor le estaba diciendo y cuando este notó la incomprensión por parte de su paciente, le dijo de una manera clara que el resultado del examen había confirmado que tenía cáncer de colon en un estado muy avanzado.
El padre hizo un corto silencio, tomándose el tiempo necesario para asimilar la noticia. Al ver el doctor que el rostro del paciente comenzaba a palidecer, le preguntó si se encontraba bien y el cura le respondió con una leve sonrisa que si, solo que un poco impactado por la noticia, pues no era frecuente que le dijeran que se estaba muriendo.
Después de otra breve pausa le preguntó al doctor si existía algún riesgo de error en los resultados, a lo que este respondió que las muestras se habían enviado a dos laboratorios diferentes y que los resultados coincidieron, lo que hacía prácticamente nulo el margen de error. Después de otra pausa un poco más larga, se vio a sí mismo indolente frente a tan devastadora noticia y le preguntó al doctor si se atrevía a pronosticarle cuanto tiempo le quedaría de vida.
El doctor como era usual en esos casos se tornó parco y le explicó que cada caso era diferente y que era muy aventurado emitir un juicio preciso en tal sentido, que podrían ser semanas o años. Entonces el cura le preguntó que a qué se refería cuando había dicho, en estado muy avanzado y el médico le explicó que se encontraba en la fase terminal y que a su criterio cualquier tratamiento le podría causar efectos secundarios más dolorosos que la misma enfermedad, que prolongarían su agonía, pero que de cualquier forma siempre se debía intentar la quimioterapia. Con esa respuesta el padre tomó el sobre de manila y salió a la calle sin despedirse de nadie.
Caminó por largas horas sin rumbo fijo pensando en su situación pero en ningún momento le hizo reproche alguno a Dios. Solo se preguntaba por qué razón en los últimos días le estarían ocurriendo cosas tan extrañas y pensó con desdén en el diablo.
No sentía amargura en su corazón, solo nostalgia porque había iniciado una cuenta regresiva que no sabía con certeza cuando llegaría a cero y la incertidumbre de no saber si alcanzaría a completar todas las cosas inconclusas de su vida y lo peor aun, por dónde comenzar a ponerlas en orden, cuando de repente, como el destello de un flash, lo asaltó de nuevo la imagen de la mujer de la pañoleta negra que se había convertido en algo habitual para él en los últimos días y poco a poco se fueron disipando de su mente los pensamientos que minutos antes lo ocupaban y distrajo de sus preocupaciones su atormentada mente para refrescarse con ese tórrido recuerdo que le producía tantos conflictos y ante la angustia de no saber cómo debía enfrentar su nueva realidad, pensó en aquella mujer que lo atormentaba en sueños y en vigilia y en un instante tuvo claro el rumbo que le debía dar a su destino.
Miró el reloj, tres y media de la tarde y pensó que estaba a tiempo de llegar para las confesiones de las cuatro. Caminó con determinación hasta llegar a la iglesia, se dirigió directamente hacia la sacristía, para luego ingresar al confesionario a esperar a sus feligreses y como si hubieran tenido una cita a los pocos minutos se acercó la mujer de la pañoleta negra y en cuanto la identificó, no le permitió que iniciara su confesión, tan solo le dijo que tenía un asunto de mutuo interés que tratar con ella, pero que no podía ser en el confesionario. Que se sentara en una banca de la iglesia y esperara a que terminara la hora de la confesión y entonces cuando no hubiera nadie más esperando para confesarse, después que lo viera a él abandonar el confesionario, se dirigiera a la sacristía, que encontraría la puerta abierta para que pudiera entrar y que cuando lo hiciera la cerrara con seguro por dentro que él la estaría esperando allí.
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