El sol apenas comenzaba a calentar cuando abrió la puerta y se asomó a la mañana de diciembre.
Desde la ladera empinada del cerro se dominaba un paisaje de techos precarios que formaban apretados y caprichosos racimos, cincelados por la propia orografía.
Con la mano izquierda cerró el cuello de su batón raído, en instintivo e inútil ademán para ocultar sus pechos de la lascivia de Baltasar, sentado al umbral de su casilla de chapa, en una cota ligeramente superior a la de la suya.
Magdalena le dedicó desde la distancia los improperios de siempre, con esa lengua a la que el alcohol iba trabando de manera progesiva e inexorable. Sonó aproximadamente así:
Ndte dacá, cnshda dmerda, ptasquerosssssa
Ella le devolvió apenas una mirada de soslayo, flamígera y a la vez helada. Luego miró hacia abajo, pasando del nivel de las chabolas al de la tierra de nadie, de allí a la colonia de tejas almagrosas y jardines verdes y por último al mar, donde las embarcaciones que se mecían con el oleaje se veían a la distancia como juguetes.
El paisaje no pareció conmoverla en lo más mínimo. Imperturbable, traspuso el umbral (y por lo tanto el dintel) y se perdió en la oscuridad de su refugio.
Al rato salió, emperifollada, con vahos de perfume made in Taiwan, en admirable demostración de equilibrio sobre sus plataformas inconsistentes con la aspereza del terreno que debía atravesar.
El día comenzaba como todos los demás, e igual de previsible era el desenlace para una noche más de Natividad Ortega.