Cuando observé a Laura Farina parada frente a mí, poco pude hacer para dominar mis inclinaciones de perfecto avieso. La recordaba muy bien, incluso su figura revoloteó por distintos momentos de esa misma tarde desde el momento en que la vi suspendida junto a la malévola figura de Nelson Farina, con su bata guajira ordinaria y gastada, con su cabeza guarnecida de moños de colores y su cara pintada para el sol. Debía revolver muy bien los recuerdos para encontrar un reguero siquiera de un pecado tan viciado debajo de la desprolijidad del lienzo que la cubría. Y en ese tirón certero de las corazonadas supe que no me alcanzarían los seis meses y once días que me quedaban de vida, para recorrer mil veces su cuerpo de manceba dispuesta, explotada en ambas direcciones por una juventud que supo moldear hasta el hechizo cordial de su hombro al desnudo. Todo en ella era inverosímil. Desde su piel lisa y tensa del mismo color y la misma densidad del petróleo crudo, hasta sus cabellos de crines de potranca y sus ojos inmensos más claros que la luz. La fiebre que provocaba su insolencia, no se comparaba ni en un grado al ardoroso calor que despedía aquel pueblo de pobres perdido en el desierto, y la gratitud que suponía su mirada, multiplicaban las infiltraciones pecaminosas que demandaban las tribus inquietas del sur. Diecinueve años ya la separaba del acto prófugo del desabrigo de su cordón umbilical. Y sólo una puerta la separaba de mí en aquel mundo que había decidido desalojarme sin derecho, en esa próxima navidad.
Cuando la vida sentencia la vida antes que el corazón lo acepte, uno esta liberado, y perdonado según mi opinión, a recorrer los últimos retazos de existencia a como la conciencia guíe los pasos. Pero como es bien sabido que el diablo insiste más que Dios, mi conciencia de buen proceder estaba en la hoguera dos vidas antes que mi cuerpo. Y si existía alguna posibilidad de sabotear aquel designio personal, la aparición de Laura Farina en el umbral de aquella casa prestada, terminó por desnutrir la buena anemia de la que gozaba la buena razón.
No puedo decir que fui un miserable toda la vida. Si bien la mayoría de las decisiones que tomé fueron erradas y conscientes, en su totalidad jugaron a mi favor en merced a los planes que tenía desde siempre. Uno no viene a este mundo para, al momento de marcharse, no ser el recuerdo de nadie; decía mi padre. Y tenía razón. Desde el momento en que entendí el mensaje de sus palabras, salí en busca de la vida que nunca tuvimos ni él, ni yo.
Nada es fácil para alguien que decide torcer su propio destino, más cuando el único mundo que conoce, es el de las necesidades donde el sacrificio de cada día, son todos los días de la vida. Pero nada me detuvo desde el momento en pude trabajar con mis propias manos. Con el sudor de diez esclavos me recibí con honores de ingeniero metalúrgico en Gotinga. Y, por fin después del milagro que significó ese acontecimiento, la pobreza paró de chuparnos la sangre al dejar de oler penurias cubiertas de polvo en mis ropajes nuevos.
Los años que siguieron se fueron acomodando y mi vida dejó de apestar a humedad de puerto en los calcetines y a peces de mala madre en los cayos del señor. Aunque la nueva vida que se ofrecía era inofensiva, tenía otros costos. Esa era otra verdad. Pero siempre tuve la astucia que los tiempos violentos reclamaban para mantener cierto prestigio y con el mismo interés, no mermar los privilegios. Sólo la muerte de mi padre frenó por un tiempo mis ambiciones personales. Pero en el mismo día de su entierro y en su honor, juré por sus ojos dormidos que en una sola vida, llegaría hasta donde la memoria de otros hombres, de pie, aplauden la de uno. Y así lo hice.
Me casé a los veinticinco años, en secreto, a escondidas, en la isla de Aruba, aprovechando la última rebeldía en el final de la adolescencia de una mujer enfrentada con sus padres y que, aparte de los hijos, era la única persona que me podría proveer de algo que jamás tendría, una familia honorable. Su padre había sido un senador de la nación y su apellido todavía retumbaba con fuerza en los pasillos donde se reciclaban a gusto los políticos de turno.
Era la oportunidad que buscaba. Llevar mi apellido, y sobre todo el de mi padre, a lo más alto de los egos.
Convencer a mi suegro de mi honorabilidad de pueblo me llevó algunos años, pues en un principio sólo me veía como a otro de sus muebles. Pero con el tiempo fue doblegando su postura y mucho más, después que su primogénito se largara a Europa con un actor italiano de teatro ambulante de paso en la ciudad. El dolor que eso le significo abrió las puertas a mis propósitos, y sólo fue cuestión de tiempo para que apadrinara mi nueva carrera hacia el Senado. Los cinco nietos que les dimos entre otras alegrías, supieron curar las ausencias, las carencias de la vejez, y de a poco fui convirtiéndome en el hombre de referencia dentro de un apellido que sabía de sobra, había llegaba a su punto final hacia una nueva descendencia.
Si existiera una vara para medir la felicidad, de seguro estaría de acuerdo en concederme esa dicha. Pues yo mismo siento que he sido un hombre feliz. Creo tener mucho más de lo que muchos hombres tienen. Una vida plena, un buen pasar, un apellido respetable, unos hijos adorables, una buena compañera de vida. Qué más se puede pedir. Todo lo que soñé, lo conseguí con el esfuerzo de todas mis voluntades.
Esa era mi manera de entender la vida antes que se presentara la muerte. Y después de entender en completa lucidez que la sombra del final quitaría los clavos y condenaría mi humanidad a vagar en la eternidad sin privilegios y sin Dios. Mi mundo ya no fue el mismo. Seis meses y once días quedaban para respirar lo postergado. Si todo estaba en perfecta armonía antes de recibir la noticia, en esa armonía quedaría. Ya había arruinado demasiadas vidas para terminar arruinando la de mi propia familia. Guardar el secreto de la muerte es guardar un hueco negro en la soledad, con la ingratitud perversa de tener que sonreírle cada día dentro de la misma vida. Pero así quedarían las cosas bajo mi responsabilidad, al menos hasta que olvidaran mis huesos por la propia erosión de la muerte misma. Ésa, era mi última voluntad.
El día que abandoné mi campaña electoral para mi cuarto mandato en el senado y fugarme a una isla del Caribe para morirme con ella, estaba en todos mis cabales dentro del desvarío que me embriagaba. Nunca estuve más vivo presagiando la muerte. Había sido el culpable de cuarenta años de una vida sin enloquecer por ése aroma tan inexcusable. Pero definitivamente sería el salvador en seis meses de una revocada eternidad. La revolución juvenil que jamás tuve se reveló dentro de en un remolino de sentimientos que no pude ni supe frenar, y todo el contrasentido existente en mis reacciones se aferró a mí como la locura extrema a un loco sin correas ni resistencia. Laura Farina fue el revés de toda mi vida. Un recuerdo fresco de la infancia. La inocencia de vivir por la trasparente sensación de la existencia misma. La noche que rosé sus labios con los míos entendí que había vivido desde niño, dándole la espalda al amor. Mi corazón salto desde otro pedazo de vida y sólo entonces entendí que no había vivido un solo día en las cuatro décadas que llevaba parado en esta vida. Me estaba muriendo con la sensación de haber estado siempre bajo la misma sombra. Ella desenlazó la venda esa tarde de perros parada frente a un hombre que sabía demasiado a perfume de muerto. Y ya no hubo otra razón en la vida más que seguir sus pasos.
Deambulamos de isla en isla, de mar en mar, viendo copiosos atardeceres distintos sobre la misma arena. Así fue, así pasé los últimos retazos de mi vida. El rocío de su piel al desnudo batalló luminoso con la muerte dejándonos a los dos desequilibrados y agotados de tormentos. Un segundo en su cuerpo de oro negro unido al mío, fueron todas las noches que le faltaron a mi vida y más de una vez tenté a la muerte me buscara en medio del relajo exhausto después del amor. Lo sabía bien, no existía un mañana con ella y eso de alguna manera era un bálsamo para los dos. En una vida normal me hubiese abandonado sin demasiados porqués, y eso le daba a la expiración un sabor azucarado. Era como burlar a la mismísima muerte besando sus labios. Bebiendo su cuerpo sin más demora que volver a la misma arena en otro atardecer inundado de pecado.
El último recuerdo que guardaron los latidos mórbidos del corazón, fueron sus ojos más claros que la luz rogando auxilio. El tormento más agrio el no poderlos llevar conmigo donde quiera que despertara. No sé si hice bien o hice mal. Dios sabrá que decir al respecto. Todo lo que hice, lo hice en la ebriedad de haber conocido por fin el amor. Después de todo era mi vida, y mi muerte. |