En el mundo, Señor Juez, o cuando menos en Coyhaique, que es donde yo me desempeño, existen sólo dos clases de futbolistas: los que juegan a lo crack y los que miran cómo juegan. No se crea, sin embargo, que quienes no han salido de una cancha en hombros de sus compañeros son por eso menos importantes, ya que ambas especies –o eslabones, si se quiere- resultan mutuamente necesarias e interdependientes.
Esto, que es un hecho irrefutable, como para usted podría ser la ley de gravedad o la llegada de la muerte, es negado de manera sistemática por quienes pregonan las virtudes del sobrevalorado “fútbol espectáculo”, pero ya es momento de que alguien ponga coto a esta injusticia, porque el volante de corte y los defensas también tenemos sentimientos.
Su excelencia, como usted podrá apreciar en mi expediente, mi nombre es Facundo Contreras Contreras y juego ya desde hace años como lateral derecho en el campeón de la comuna: el glorioso “Juventud España”, de histórica rivalidad con el “Lautaro”, también coyhaiquino. Dejo constancia de mi militancia en este cuadro, ya que aunque no venga al caso repetirlo, siento gran orgullo por mi camiseta y es por eso que me encuentro en este lío.
Pero déjeme volver al punto inicial, porque será también la base para mi defensa.
Cualquiera que haya estado en una cancha en mi comuna, sabe bien que hay ciertas normas que deben respetarse, o, en su defecto, aceptar las consecuencias. Sabido entonces esto, dígame usted mismo, Señor Juez, ¿cómo podía yo dejar pasar tanta insolencia? No pues, no tenía cómo hacerlo, porque ser defensa es cosa seria y el muchacho ya llevaba dos bicicletas y un túnel a mi compañero lateral izquierdo, cuestión que no podía repetirse, por un asunto de respeto y solidaridad del gremio.
Haga el ejercicio usted mismo, Su Señoría. Imagínese al mocoso repitiendo y repitiendo la pirueta por la línea, quiebra que quiebra las caderas y sonriéndole a la galería, una y otra vez, haciendo alarde y ostentación maliciosa de la movilidad de su cintura. Yo, que conocía bien todas sus mañas, no podía permitirlo.
Un clásico es un clásico y jugábamos ya casi los descuentos, con el resultado en blanco, cuando veo que se arranca una vez más el sinvergüenza. Ahí salió mi compañero y se barrió a media altura –entre las rodillas y la pelvis-, ingenuo, mientras el muchacho lo eludía dando un picotón al implemento. Comenzó entonces mi carrera en diagonal para cruzarlo, mientras él buscaba un claro para rematar a puerta. No diré que en el trayecto iba rezando, pero sí esperaba por lo menos que mi compañero defensor central le pinchara la pelota, o algo, pero al ver que lo burlaba no tuve más opción que bajar la vista, como enseñan los expertos. A tres metros de él, tomé el impulso necesario y levanté los tapones, mientras me deslizaba por la tierra en una maniobra que resultó perfecta, aunque sea yo el que se lo diga.
Es cierto que fue fractura expuesta y que se vio violenta, pero el arco se mantuvo inmaculado y vamos por la copa nuevamente. Puedo incluso estar de acuerdo con los gritos de la gente y la expulsión directa, sin mediar una advertencia ni amarilla previa, pero no puedo aceptar, Su Excelencia, que se me quiera ahora suspender por quince fechas, usando la agravante de que el lesionado es Facundito, mi hijo mayor, como si esa clase de detalles figurase en reglamento, o, peor aún, como si olvidaran todos que en el mundo existen solamente dos clases de futbolistas, o cuando menos en Coyhaique, que es donde yo juego.
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