Aun no dejaba de llorar; el pequeño Antonio trataba de tranquilizarse, volver a respirar con regularidad y para no dormirse se sentó un rato en un rincón.
Cabizbajo, miraba hacia la pared para no ver como caían las termitas a sus espaldas; guardaba las manos en los bolsillos para no sentirlas subir y de vez en cuando lloraba para no escucharlas comer. Cuando ya eran muchas las que se acercaban a sus zapatitos, cansado de soplarlas entre grito y gemido, nada más apretaba sus ojos y trataba de ignorarlas, en ningún caso las tocaría con sus manos. Nada podía hacer, más que esperar a que terminaran de trepar por sus piernas, que ahora también eran de madera, y lentamente se lo comiesen con ese ruido de rascar.

-(¡Mamá...!) -trataba de gritar-. Mas, aún cuando pudiera, nunca vendría.
A menudo despertaba llorando; trataba de tranquilizarse y volver a respirar con regularidad; se sentaba un rato para no dormirse, y en ese momento es cuando las termitas comenzaban a caer.