La Marcha Radetzky
Mi abuelo Eulogio tenía un gramófono y unos ojos negros como piedras de azabache. El gramófono estaba dentro de un mueble muy bonito de madera labrada, los ojos de azabache del abuelo estaban donde tenían que estar, en su cara. Mi abuela Rosaura, decía que los ojos azabache de mi abuelo eran tristes y que miraban siempre para otro lado. Mi abuela decía que mi abuelo estaba chiflado, pero a mí me parecía la persona más entretenida del mundo: Tu abuela y yo mantenemos un estatus de coexistencia pacífica, que en ocasiones se torna guerra fría y en otras guerra de baja intensidad. Tu abuela es una gran mujer imponderable, cada vez que mea, piensa. Yo le decía que sí, pero en realidad lo del estatus de coexistencia y todo eso, me sonaba a música celestial.
El gramófono de mi abuelo Eulogia estaba colocado a la entrada de la casa. Estaba dentro de un mueble de considerables dimensiones, era más alto que yo y que mi hermano, que era dos palmos más alto que yo. O sea, que el mueble era altísimo. Nunca vimos a nadie utilizarlo, los únicos enamorados de aquella máquina parlante éramos nosotros y el abuelo. Teníamos un interés ilimitado por todo lo que tuviera tornillos y se moviera. Para poder ponerlo en marcha teníamos que pedir permisos diversos en diferentes estamentos de la casa. Primero le preguntábamos a mi tía Petra, que era una especie de cabo furriel al mando de un pelotón de mujeres, enfurecida siempre contra el polvo y la estulticia, la suciedad y los miasmas. Nunca llegamos a ver un miasma, pero nos imaginábamos cosas terribles que vomitaban efluvios malignos. Invariablemente, mi tía, decía: ¿El gramófono? si es por mí, ese cacharro lo pueden botar ahora mismito a la calle. Es un trasto inservible. Y añadía, la música no puede salir de un armatoste, la música sólo puede salir de las manos y de la boca. Pídanle permiso a la abuela. Entonces íbamos corriendo a ver a la abuela.
La abuela Rosaura nos contaba siempre cómo había sido adquirido aquel aparato en el año 1915. ¿En 1915?, decíamos nosotros, y ella proseguía: sí, en 1915 y gracias a los buenos oficios del dueño de un establecimiento de absenta que se lucraba de la prohibición de “El Hada Verde” en Francia y en la Confederación Helvética. Todos los borrachos del mundo, venía aquí… Mi hermano y yo, esperábamos un tiempo prudencial y después que oíamos lo de la Confederación Helvética, la conminábamos a que nos diera permiso para utilizar el gramófono. ¡Ah!, decía, eso es cosa del tarambana de vuestro abuelo. Entonces salíamos pitando a buscar al abuelo Eulogio que, según la abuela, estaría emboscado en el sitio más inverosímil de la casa, para hacerse el loco. Pero nosotros sabíamos que estaba en la azotea cuidando sus palomas mensajeras. Entonces decía el abuelo: después de la Gran Guerra todas las casas de familia deberían tener palomas mensajeras, y esa, estoy seguro, era la quintaesencia de sus convicciones geoestratégicas. ¡Abuelo!, ¿podemos escuchar el gramófono? ¿El gramófono? ¡Claro, claro, el gramófono! Cuando escuchaba la palabra “gramófono”, era como si de pronto se acordara que tenía uno en su casa, como si se lo acabaran de regalar. Se entusiasmaba y se olvidaba de las palomas mensajeras por un rato. ¡El gramófono, el gramófono! Y salíamos corriendo, escaleras abajo, tarareando estruendosamente la “Marcha Radetzky”, dando grandes zancadas y moviendo los brazos de manera exagerada, como si hiciéramos la parodia de un desfile militar, precedidos por el abuelo.
Cuando llegábamos delante aquella prodigiosa máquina antediluviana, ponía dos sillas a ambos lados de la consola donde subíamos, mi hermano en una y yo en otra. Yo era el encargado de accionar la manivela que movía el plato donde se colocaba el disco porque, según el abuelo, tenía buen pulso y sentido del ritmo —esenciales para la música— y mi hermano tenía reservado el honor de colocar el disco, el brazo articulado que terminaba en una aguja de acero y el enorme altavoz en forma de cornucopia. Según el abuelo, tenía un sentido extremo del orden —también esencial para la música—. Entonces abría las puertas del mueble y sacaba un grueso y pesado disco de baquelita, le quitaba el forro de cartón, se lo daba a mi hermano, cerraba los ojos y decía: En primer lugar, escucharemos hoy la inigualable aria del maestro Gaetano Donizetti, “Una furtiva lacrima”, perteneciente a su ópera, “L'elisir d'amore”. Mi hermano procedía a colocar el disco y cuando estaba a punto de poner la aguja sobre él, me hacía una señal con la cabeza. Yo empezaba a mover, pausadamente, la manivela. El disco carraspeaba hasta que comenzaban los primeros compases de la orquesta. Mi abuelo continuaba con los ojos cerrados y ya no los volvía a abrir hasta el final de la pieza. Cuando Enrico Caruso comenzaba a cantar, mi abuelo empezaba también a gesticular con los brazos abiertos y a mover los labios, como si él fuera el mismísimo Caruso, hasta llegar al, “Si può morir”. Entonces, hacía un silencio teatral, y seguía in crescendo hasta el culmen, “Si può morir d'amor!”. Mi hermano y yo nos mirábamos emocionados y aplaudíamos. Mi abuelo, abría entonces los ojos negros color azabache más tristes del mundo, y nos dirigía una profunda reverencia con una mano en el pecho y otra en la espalda.
JUAN YANES |