EL TELEVISOR
Petra, anciana, veía la televisión cuatro veces al día, desde su cama, a la misma hora, en el mismo canal. Después de desayunar, su primera acción era limpiar el viejo televisor. -Si no lo hago es como si me faltara algo –decía. Por las tardes se sentaba en la puerta de la casa a conversar con su esposo, pero al llegar la noche, se sumía en su cama, ante el televisor, y nada ni nadie podía interrumpirla. Un día, notó que la pantalla, siempre nítida, se veía pálida. Se extrañó. Debe ser la electricidad –pensó. Esperó. Nada. Cada vez más pálido. ¡Jacinto!, -llamó a su esposo- ven para que veas esto. El anciano revisó, sacudió, golpeo suavemente, pero nada. El aparato se hacía más anémico. -Ya está viejo, cariñito, -dijo tímidamente, mientras miró de reojo a su esposa, para confirmar lo que sabía: tenía el rostro encendido. -A lo mejor es algo pasajero –se aventuró a decir el viejo. Al momento, unas líneas horizontales comenzaron a bajar lentamente por aquella protuberante pantalla, -¡Qué está pasando, Jacinto! ¡Qué está pasando! -Repetía Petra, mientras caminaba de un lado a otro. Su angustia aumentaba al notar que las rayas se sucedían con más frecuencia. ¡Llama al reparador, hombre, llámalo! –chilló la anciana. Jacinto salió como alma que lleva el diablo… Al rato volvió, pálido y jadeante: -no puede venir, sino en dos días, tiene mucho trabajo –dijo titubeando. Petra sintió que las piernas le flaquearon. Se echó en la cama: “dos días,” -se repetía, palabras que no podían salir de su mente. Fueron los días más largos de su vida. Perdió el apetito, el sueño y las ganas de hacer nada; tan sólo ansiaba ver llegar al reparador. -Pronto te van a curar –decía mientras limpia el viejo artefacto. Sin embargo, no dejó de encenderlo, pero lo único que veía eran rayan continuas de arriba hacia abajo; y ya no sólo en el televisor, sino que veía rayas en las paredes, el techo, el piso… hasta que por fin llegó el técnico. Un hombre entrado en edad, alto, flaco, encorvado y de aspecto serio. Era conocido como el especialista, y no era para menos, una vida dedicada al oficio le hizo merecedor de dicho título, así que, aquel hombre reparaba cuanto aparato se le atravesara, nadie dudaba de su capacidad, y Petra conocía esa fama, lo que le daba cierta tranquilidad, además no existía otro que se ocupara de ese trabajo. Sin mediar palabras, más que el riguroso saludo, el experto fue directo al viejo televisor. Petra se acostó, buscando un ángulo que le permitiera ver la operación. El encorvado abrió su maleta, expuso sus herramientas en el piso, a la mano, intentó abrir el artefacto, no cedió, comenzó a forcejear; sudaba; pujaba; nada; de momento, descansaba; volvía al combate, luchaba, hasta que, después de una ardua batalla, logró abrirlo. Petra vio todo aquello con agonía, sufría callada; pero lo que más le causaba zozobra era el silencio de aquel verdugo. El especialista cambió cables, probó piezas, presionó, golpeo suavemente, hasta que se detuvo pensativo, comenzó a emitir sonidos guturales, se rascaba la cabeza, la mueve en señal de no… así se estuvo hasta que su rostro se tornó convencido. Aquellos gestos y sonidos ininteligibles terminaron por acabar con el puñito de esperanza que quedaba en Petra. El encorvado se puso en pie y con voz grave, sentenció: - No…, imposible reparar, demasiado viejo, las piezas ya no existen, lo único que queda es tirarlo a la basura. Petra se contrajo, un escalofrió le recorrió el cuerpo, el techo se le oscureció, se tensó hacía atrás y después, aflojó lentamente. No respiró más.
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