Tomó el bastón, el carné, la receta especial, dos billetes rosas de los cuatro que le quedaban de su jubilación a pesar de estar a medio mes, y despacio como puede se dirige a la Farmacia del barrio, Victorio es un personaje muy querido, era el heladero que recorría con su carrito-bicicleta y una bocina de esas de goma y metal ofertando alguno de los cuatro gustos, chocolate-limón-vainilla y frutilla. Que fiesta cuando nos decían bueno hoy podes llamar a don Victorio y ahí aparecía el cucurucho de 20 centavos, que él como si fuera un arquitecto transformaba en una torre inmensa que inexplicablemente soportaba los ángulos a la que la sometíamos antes de dar cuenta de ella. En invierno el negocio de Victorio giraba a la manzanita con caramelo, el pochoclo y esa nieve azucarada pero siempre lo esperábamos con la expectativa que los viejos aflojaran y dijeran bueno llamalo.
Cuarenta años después mientras me pesaba renegando con la balanza, pensando que agregaba uno o dos kilos, lo vi. en el mostrador, hablaba con el farmacéutico bastante fuerte, como hablan los sordos, así tomé conocimiento que aún con descuentos los dos billetes rosas nuevos, con un rostro que a Victorio le sonaba familiar a través de los gruesos cristales de sus lentes no alcanzaban, faltaban dos marrones, ya se iba, sus ojos otrora alegres cuando armaba aquellos helados hoy se veían opacos tristes, una seña bastó, el farmacéutico lo llamó y argumentando una equivocación en la cuenta le dio los remedios cobrándole solo un rosa, Victorio inocente volvió a sonreír. A mi cuenta se agregaron ciento veinte pesos y la tristeza de ver en ese anciano a tantos viejos que viven sufriendo entre receta y receta.