EL OJO IZQUIERDO DE SAN MARTIN DE PORRES
Como cada domingo, el viejito de las rifas llegó al parque ante la algarabía del vecindario, en especial, la de los niños. Esta vez, traía un perrito pequinés para rifarlo.
-¡A un peso, a un peso el numerito! ¡Llévese por solo un peso a este hermoso perrito!- pregonaba el viejito, mientras grandes y chicos depositaban su dinero en un tarrito y cogían de una caja de cartón, los papelitos doblados que contenían los números a sortearse.
Entre la multitud, hallábase Walter, un niño al que nadie estimaba por ser abusivo, burlón y por creerse el millonario del barrio.
Al ver al perrito, se quedó maravillado. Juró que sería suyo. Estaba con su padre y le pidió que comprara diez numeritos para tener más posibilidades de ganar. El padre puso los diez pesos en el tarrito, pero como el viejito era un hombre justo, se los devolvió.
-No señor, un solo numerito por persona, nada más- aclaró el anciano. Walter le lanzó una mirada llena de odio.
En pocos minutos todos los numeritos se vendieron. Entonces, el viejito metió su mano para coger una de las cincuenta pelotitas numeradas que estaban dentro de un sombrero de copa.
-¡Yo seré el ganador!- decían algunos.
-¡Mentira, yo ganaré al perrito!- vociferaban otros.
El viejito cogió una pelotita y la alzó muy arriba.
-¡Y el numerito ganador es el............27!- gritó a todo pulmón, mostrando la pelotita a todos.
Un muchacho llamado Jorgito, no paraba de saltar y de gritar que él había ganado al perrito pequinés. Era quizás, el chico más querido del barrio por su humildad, su sencillez y su buen corazón.
Walter, al borde del llanto, le suplicó a su padre que le ofreciera al anciano, todo el dinero que quisiera, con tal de llevarse al animalito. El padre, obediente, se acercó a los oídos del veterano y le dijo en voz baja que le daba ¡cien pesos! por el perrito. Pero el viejito, demostrando lealtad a sus acciones, rechazó la tentadora propuesta.
-No, señor, el perrito ya tiene dueño- dijo seriamente, y puso al animalito en los felices brazos de Jorgito.
Cuando éste regresaba contento a casa, rodeado de sus amigos, Walter se interpuso en su camino.
-Te doy cien pesos por el perrito- le dijo Walter.
-¡Nooo!- dijo enérgicamente, Jorgito, tratando de esquivarlo.
-Ciento cincuenta, entonces- insistió Walter, cerrándole el paso.
-¡Ni por un millón te lo doy!- dijo Jorgito, muy resuelto.
Ofuscado por la cólera, Walter cogió los cabellos de Jorgito y le dijo amenazante:
-Me lo vendes o te pego duro.
De inmediato intervino Alfonso, el canillita del vecindario, sacando la mano de Walter de la cabeza de Jorgito.
-Lo dejas en paz o será a ti a quien le van a pegar duro- dijo Alfonso, desafiante, juntando su nariz con la de Walter. Por unos segundos, ambos se trituraron con las miradas. Parecía que acabarían por trompearse, pero finalmente Walter se retiró, vociferando que tarde o temprano el perrito pequinés sería suyo.
Desde entonces, el travieso y cariñoso Lucerito (como así llamaron al perrito) se convirtió en el engreído de los muchachos y toda la felicidad de Jorgito.
Pero a las pocas semanas, los dulces días de regocijo se acabaron de pronto: Lucerito enfermó. No comía nada, apenas abría los ojos y daba unos quejidos que preocupaba a todos.
-Mamá, creo que a Lucerito le sucede algo malo- dijo el niño con los ojos húmedos, cargando a su perrito que empezó a temblar.
Rosita, su buena madre, con el poco dinero que había ahorrado, fue con él y el perrito hacia el centro de la ciudad a buscar a un veterinario.
El doctor , luego de examinar a Lucerito, explicó que el pobre animalito tenía un virus terrible y le dió a la madre una receta para que comprara urgentemente unos medicamentos.
Antes que Rosita saliera a la farmacia, el veterinario le advirtió que los medicamentos estaban muy caros, que por lo menos costarian doscientos pesos.
-¡Doscientos pesos!- exclamó ella, incrédula.
Le mostró a Jorgito los únicos treintidos pesos que le quedaban y bajó la cabeza en silencio.
-No te preocupes mamá. Se lo regalaré a Walter para que lo salve. Su papá puede pagar esa cantidad- dijo el niño y regresaron apresurados al barrio.
Los amigos de Jorgito, cuando lo vieron, de inmediato le alcanzaron los veinticinco pesos que habían recolectado por todo el vecindario.
Jorgito, preocupado, les agradeció el noble gesto, pero les dijo apenado que no alcanzaría para comprar los medicamentos.
-Voy a la casa de Walter para regalárselo. El puede salvarlo con el dinero de su padre- dijo, secándose las lágrimas con el puño de su camisa, mientras Lucerito seguía quejándose.
-¡No, no, no hagas éso! ¡ No se lo regales! ¡Mejor apuéstaselo por el dinero que se necesita!- propuso acertadamente Serapio, el hijo del zapatero del barrio.
-¿A qué jugarán?- preguntó uno de los muchachos.
-¡A las bolitas! ¡Quizás le puedas ganar!- dijo muy optimista Serapio a Jorgito.
-¡Oh, no! A ése bribón nadie le gana en las bolitas- comentó Manolo, un experto en hacer cometas.
-Pero alguna vez puede perder- dijo Teodoro, el mejor futbolista del vecindario.
Jorgito abrió los ojazos llenos de esperanza y alcanzó a esbozar una sonrisa. Le pareció buena la idea y aceptó retar a Walter. De inmediato todos corrieron a la casa de éste. Tocaron la puerta y salió el niño malo. Jorgito le contó toda la verdad: que Lucerito se estaba muriendo. Que se necesitaba muchísimo dinero para salvarlo. Que se lo apostaba jugando a las bolitas.
-Si me ganas, compras los medicamentos que lo sanarán y será tuyo para siempre. Y si yo gano, me pagas doscientos pesos- dijo finalmente.
-Por supuesto que ganaré y será mío- dijo burlándose Walter. Metió a su bolsillo los doscientos pesos que le entregó su padre y fue con Jorgito y los demás muchachos hacia una pampa cercana a una acequia.
Entonces, Alfonso, el canillita, hizo de juez. Tenía en su poder a los dos premios: el dinero de Walter y a Lucerito enfermo en sus brazos.
Se llegó a un acuerdo: el primero que hiciera diez puntos sería el ganador.
Con mucha espectativa, el juego se inició en medio de un calor agobiante.
Ambos lanzaron a la misma vez sus bolitas hacia el hoyo, pero ninguno la introdujo. La bolita azul de Walter quedó más cerca que la bolita negra de Jorgito, por lo tanto tenía la ventaja de golpear su bolita antes que el otro para procurar meterla al hoyo. Y así fue. Luego puso su bolita a un costado del hueco y esperó algún error del contricante. Desafortunadamente, Jorgito golpeó su bolita con mala precisión y no pudo introducirla. Quedó a escasos centímetros. Walter,entonces, apuntó bien e hizo estrellar su bolita en la del rival. Primer punto. 1-0 a favor del niño malo. Luego, repitiendose casi la misma figura, Walter no tardó en ponerse adelante por 5-0. Los muchachos, que hacían barra por Jorgito, guardaron silencio.
Jorgito no se dió por vencido. En el sexto juego, lanzó y metió su bolita en el hoyo. De inmediato la puso a poca distancia de éste. Walter tiró la suya y quedó casi al borde del hoyo. Con la toda la ventaja en mano, Jorgito golpeó e hizo estrellar su bolita en la del enemigo: ¡Primer punto!. Todos celebraron. Pero la alegría duró poco porque Walter volvió a la carga e hizo rápidamente tres puntos más: 8 -1. Jorgito miró con pena a su bolita que le estaba fallando.
-¡Vamos Jorgito, no te rindas!- dijeron algunos niños.
-¡Ánimo! ¡Lucha hasta el final!- dijeron otros.
De pronto, pidiendo permiso a Walter por unos pocos minutos, Jorgito corrió hacia la iglesia del barrio. Se arrodilló ante la estatua de San Martín de Porres y puso su bolita en el suelo frío de mayólica.
-San Martincito....- murmuró el niño y cerró los ojos para rezarle en silencio y rogarle que bendiga a su bolita para que ganara.
Luego, apresuradamente retornó al campo de batalla.
Walter lanzó su bolita y quedó a poca distancia del hoyo. Jorgito lanzó la suya y entró al hoyo. Como era de esperarse, luego la puso cerca del hueco, que era siempre lo más conveniente. Walter golpeó pero su bolita no entró, quedando a pocos centimetros del hoyo. Sin demora alguna, Jorgito hizo estrellar su bolita en la del rival: 8 - 2. Nuevamente todos celebraron. Walter hizo un gesto de desprecio, como diciendo que aquello no lo asustaba.
Un silencio penoso se apoderó de la pampa cuando al poco rato el niño malo hizo un punto más: 9-2. Ahora, estaba a un punto de llevarse a Lucerito. ¡A un punto nada más!
Los niños se miraron las caras tensas. Walter se mofó de Jorgito y de sus amigos con una carcajada escandalosa.
Ambos lanzaron sus bolitas a la vez y la de Jorgito quedó más cerca del hoyo. Para suerte de él,s e repitió lo mismo que cuando anotó el segundo punto. Aprovechando un error de Walter, la bolita negra de Jorgito le dio un tremendo puñetazo a la del oponente. Punto para Jorgito: 9-3. Apenas hubo uno que otro aplauso pálido. La mayoría no creía en una recuperación de Jorgito, pero alguien que no perdía la fe, gritó:
-¡Fuerza Jorgito, aún la guerra no está perdida!
Los siguientes dos puntos fueron para Jorgito. 9 -5. Las esperanzas renacían. Se escucharon más aplausos.
Jorgito jugaba con una maestría desconocida en él, porque pronto se puso 9-6. Un minuto después a 9-7 y casi al instante a 9-8. Los niños resucitados por la increíble reacción de Jorgito, no se cansaban de alentarlo.
-¡Eso, Jorgito! ¡Vamos, muchacho! ¡Voltéale el juego! ¡Dos puntitos más!
Un rato después, la pampa se alborotó cuando Jorgito logró empatar. ¡9-9!
-¡Bravo,bravo! ¡Hurra! ¡Empatamos, empatamos!- gritaban casi afónicos los muchachos.
Walter no lo podía creer. De 9 -2, estando a un punto de ganar, y ahora ¿¡9 -9!? No lo podía creer. ¿Qué tenía esa bolita negra de Jorgito?
Antes que lanzaran sus bolitas hacia el hoyo, Jorgito alzó la suya hacia el cielo, hablándole en silencio a San Martincito de Porres.
Entonces, las tiraron y la bolita azul de Walter quedó más cerca. De inmediato, de un certero golpe, la hizo ingresar y la puso cerquita al hoyo. Jorgito dio un mal golpe y no pudo hacerla entrar. Su bolita quedó casi a unos treinta centimetros.
-¡Oh, no!- exclamaron en coro los niños con las miradas preocupadas.
Walter sonrió. Tenía toda la ventaja de ganar. Era casi imposible que no lograra asestar el golpe final.
Jorgito cerró los ojos para no presenciar la desdicha de su derrota. Escuchó los pasos apresurados de Walter acercándose al hoyo. Imaginó al niño malo, sonriente, ganador, apuntando contra su bolita negra. Oyó el golpecito que dió la uña sucia de Walter a la bolita azul y, de pronto, escuchó los gritos eufóricos de sus amigos.
-¡Falló! ¡Falló! ¡Falló!- gritaban todos.
Jorgito suspiró de alivio y sonrió.
Walter, otra vez, no lo podía creer. La puntería le había fallado increíblemente.
De inmediato, Jorgito dio un golpecito y entró su bolita en el hoyo. De inmediato tiró su bolita a una distancia prudente, casi a un metro de la del chico malo. Walter parecía empezar a acobardarse, porque alejó su bolita unos centimetros atrás. Jorgito, como provocándolo, le aproximó su bolita a la suya a medio metro. Walter, algo nervioso, mirando de reojo a Jorgito y a los demás, no se atrevió a disparar. Miedoso, retrocedió su bolita a un poco más de un metro.
Entonces, ante la sorpresa de todo el mundo, Jorgito apuntó contra la bolita enemiga.
-¡No Jorgito, está muy lejos! ¡No lo hagas- le advirtieron todos sus amigos.
Pero Jorgito estaba decidido, había que arriesgar de una vez, no había tiempo que perder porque Lucerito seguía quejándose de tanto dolor.
Luego de calcular un rato, abrió bien los ojos y entonces, pegó a su bolita con la más inmensa ilusión como nunca lo había hecho jamás.
La bolita negra, fiel a los deseos de su amo, se encaminó en un viaje feliz. Cruzó diez, veinte, cincuenta centímetros, indetenible, radiante. Continuó cruzando setenta, noventa centímetros, triunfal, atravezando el metro, y a escasos centímetros de chocar contra la bolita azúl, la bolita negra alcanzó a sonreir, porque de un terrible y colosal golpe derribó para siempre al enemigo. Una algarabía tremenda se desató en la pampa.
-¡Jorgito! ¡Jorgito! ¡Jorgito!- gritaban enloquecidos los muchachos, todo el mundo llorando de tan inmensa felicidad, abrazándose con el heroico Jorgito y dando gritos de júbilo. Ni cuenta se dieron que Walter, cabizbajo y derrotado, abandonaba aquella pampa alborotada cuyo limpio cielo (acaso contagiado de tanta dicha) parecía ordenar a sus potentes nubes a danzar exquisitamente por tan feliz acontecimiento.
Luego, antes de ir a la ciudad para comprar los medicamentos, Jorgito con Lucerito en sus brazos y con todos sus buenos amigos, fueron a la iglesia para agradecer a San Martín de Porres.
Todos se arrodillaron ante la estatua, y cuando levantaron sus miradas para verlo, se quedaron boquiabiertos, porque al santo moreno le faltaba el iris del ojo izquierdo.
De pronto Jorgito tuvo una sospecha que le heló todo el cuerpo. Sacó su bolita del bolsillo de su pantalón y la observó bien. Entonces, recién descubrió que aquella bolita con la que había ganado no era la suya, pues no tenía esa pequeñísima rajadura que conocía de su verdadera bolita negra. Al comprender la divina ayuda que le prodigó el querido y famoso santo al prestarle la bolita de su ojo, se emocionó tanto Jorgito que se le escaparon algunas lágrimas.
Con ayuda de sus compañeros, que lo alzaron hasta el rostro de la estatua, retornó la bolita en el ojo vacío.
-Recémos y agradezcámosle por haberme prestado el iris de su ojo izquierdo para ganar el juego- dijo Jorgito, persignándose.
En todo el ámbito de la iglesia, se oyó el cándido rumor de una oración tierna:
-San Martincito de Porres, humilde santo limeño… l
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