Y eso pasó, de alguna manera me siento traspapelado. La vida es algo ilógica. Usando los mismos años y los mismos deseos, me moría por ella. Pero antes que yo, ella ya lo había planeado todo.
Recuerdo cuando sólo veía pasar su cuerpo y el silencio en mí, me rogaba en latidos. De sobra sabía su nombre; su apellido, conocía su perfecto pasado de respetable conducta. Pero solo hace falta Querer, me alentaba ingenuamente en ese momento, para romper las reglas de enfrascamiento de pueblo. Por esos días necesitaba aunque más no sea una vez, escuchar el tono de su voz antes que saltara al abismo. Su futuro era inminente dirigiéndose a la sumisión blanca y necesitaba envolverla en la exigencia que ayer, fuese hoy; un instante. Mis ojos se colgaban a sus hombros, a sus gestos, a sus miradas casuales, a sus sandalias rebotando en la flamante peatonal del pueblo. Lo decía todo sin decir nada. Cada paso que daba me pisaba el cuerpo, y de a poco fue tanto más que una obsesión. A veces pensaba que me dolía, que me hacía daño cuando la veía sonreír ante otros rostros desconocidos que recuerdo. Los detalles de su plan, fueron su éxito.
La primera vez que hablé con ella en la eventualidad de una reunión de amigos en común, me supe extraviado. Sus ojos tenían el misterio que sólo reconoce la química al descifrar ese lenguaje oculto en la mirada. La obsesión, era esa noche. Estuve en sus ojos más tiempo del que ella en los míos, me dijo en confesión. Sus pupilas me llevaban guardado y el plan de sus formas dibujando el impacto de su vestido negro, logró la excelencia. Y esa misma noche de enero, en la clandestinidad absoluta del deseo pactado, nos fuimos con la sensación de ser dos extraños que hacía tiempo se buscaban descartando para eso, el intento vano de otros amores inútiles; incluso el prometido.
Al fin su plan. Nos desvestimos sin apuros, nos reconocimos desnudos, casi en silencio, casi a oscuras, a kilómetros del pueblo nos gastábamos los suspiros y la primera noche definitivamente pasó al pedestal de los recuerdos imperecederos. La naturalidad del campo abierto, la luna blanca como un foco terso de burdel en espera, nos tatuó cada instante dejándonos en las manos el latir oculto de dos urgencias en falta, pero derrochando en la piel el regodeo infinito que provoca derrotar el tanteo memoriosos de los besos. Aunque a la mañana siguiente, cada cual en su cama, sólo tuviésemos un solo recuerdo ansioso y otro número agendado distinto, en una lista de dudosos amigos en ambos teléfonos de bolsillo.
Lo escondido fue un placer, un deber. Un silencio respetando lo impropio. Sin hablar de amor ni de celos estúpidos vivíamos la clandestinidad jurando sin reír en los últimos besos, no volver a vernos. La mentira era una parte cordial de la verdad. Lo sabíamos a pesar de los tirones ingenuos.
Cruzamos miradas casuales (¿Casuales?) en las tardes adormecidas de la 25 de mayo, bajo el sol verdoso del balneario municipal; ella con su enamorado a cuestas, yo con el celibato de su secreto en el pecho. El café de las estrellas nos vio sentados en distintas mesas de una misma noche en ese verano ya lejano. Sin mirarnos nos mirábamos; nos olíamos, nos besábamos; nos acariciábamos; nos hacíamos el amor; ella con su enamorado a cuestas, yo con el celibato de su secreto en el pecho.
La luna volvía a platear los campos. El silencio vegetal, la brisa de madrugada eran testigos mudos de la fiebre animal; la urgencia reverdecía otra vez y la vida volvía a ser piadosa.
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