Arribé por cuestión de negocio a Zempla: banquetas de adoquín, callejones y tejados de barro, una ciudad fronteriza. Me instalé en un hotel céntrico. Le di las llaves al empleado de la recepción.
-¿Algún pendiente señor?
-Si me llaman, regresaré en dos o tres horas.
- Perfecto. No le recomiendo que esté fuera después de las doce. Si desea una copa, es mejor que lo haga en el bar del hotel.

Resolví el asunto y deambulé buscando algún lugar para cenar. Después entré al cine. En un callejón me detuve a mirar los periódicos y revistas. En el momento que la hojeaba, se desató una balacera. Todos corrían; y yo, paralizado. Una mano piadosa me jaló, y en segundos estaba dentro del kiosco.
-No hable, no se mueva, percibí un aroma a flores. Minutos después, un silencio sepulcral, una zapatilla encajó en mis costillas.
- ¡Salga! Me dijo imperativa la voz hueca. ¡Y no mire hacia atrás!

Ya en el hotel, le platiqué al empleado de la recepción.
-¿Está seguro que el estanquillo está a dos cuadras del cine? Porque ese kiosko lo cerraron hace años. La dueña, una mujer joven la degollaron porque no quiso vender droga.


En mi cuarto, saqué de mi bolsa, la revista que había tomado antes del percance. No pude dormir. La revista tenía fecha de hace cuatro años.