Mi corazón era un despertador, a la hora indicada comenzaba a latir frenéticamente, tanto que parecía un zumbido. El cuerpo caído, brazos pesados, manos sudorosas, la cabeza daba vueltas y no sabía porqué, o sí. Todos los días a la misma hora ella llegaba. Parecía mentira que después de tanto tiempo siguiese sin acostumbrarme, pero así era.
Estaba seguro de que al salir del trabajo se pasaría por la tienda de la esquina a comprar la cena, saludaría al tendero con su habitual sonrisa e intercambiaría unas palabras sobre algo completamente banal, pero que dejarían a su interlocutor con una sonrisa de oreja a oreja. Al llegar a nuestro edificio no cogería el ascensor, a no ser que la bolsa fuese tremendamente pesada, y en cada descansillo haría una parada para tomar aliento y saludar a algún vecino que se encontrase por la escalera.
Sin embargo, pensar en su camino no me tranquilizaba, al contrario: lograba ponerme todavía más nervioso. Fue justo ese el momento en el que se abrió la puerta. Su olor me llegó gracias al aire que corrió al cerrarla; el perfume que utilizaba era bastante común, pero ella hacía que oliese diferente. Me echó una ojeada con el rabillo del ojo como de costumbre y dejó la chaqueta encima de la cama mientras exclamaba: “¡Por fin en casa! Tenía ganas de verte.” Era una frase que repetía a menudo aunque me sonase nueva, hacía que me sintiera como a un niño pequeño cuando le dan una palmadita por hacer bien los deberes. Me hizo un guiño y se sentó en la cama justo enfrente mía haciendo que mi corazón pasase de un zumbido nervioso a un motor de camión.
Cansada, dio un suspiro y comenzó a sacarse los zapatos, lo hacía despacio, con suavidad, poniendo buen cuidado en tirar de los cordones para poder librar a sus embutidos pies con la mayor sutilidad posible. Hizo lo mismo con los calcetines, los cuales colocó al lado de los zapatos aún sabiendo que a la mañana siguiente no volvería a utilizarlos. Depositó el calzado al lado de la mesilla de noche y arrimó hacia sí las zapatillas para poder ponerlas más tarde.
Realizado todo el ritual de la parte inferior de su cuerpo comenzó con la superior. Me sonrió, quizá porque sabía lo embobado que estaba mirándola o porque escuchaba mi corazón de camión, o simplemente era para ponerme todavía más nervioso, eso no lo sé. Se agarró el jersey con ambas manos para sacarlo mientras ella misma se estiraba al tirar de él, dejando la camiseta interior que llevaba al descubierto; esta se levantó un poco consintiendo ver parte de su barriga, pero pronto volvió a cubrirse. Dobló cuidadosamente la prenda desprendida antes de colocarla encima de la silla que se encontraba al otro lado de la habitación, a la cual se acercó descalza y de puntillas para no enfriarse más de lo necesario, ya que esa parte del cuarto carecía de alfombra.
Mientras volvía de nuevo a situarse delante mía fue desabrochándose el pantalón como si de repente le entrara prisa por sacarlo de camino a su enclave inicial. Se paró en seco al llegar y, con la misma calma de antes, comenzó a bajar la prenda lentamente hasta que llegó al suelo y, una vez allí, se acercó, sentándose en mi regazo para poder realizar mejor la operación, logrando que los pantalones saliesen completamente de su cuerpo. Eso no hizo que me sintiese más calmado y ella lo sabía. Estaba seguro de que lo sabía.
Intenté abrazarla pero no fui capaz, quizá no me dejasen los nervios, o me paralizase el miedo. Ella debió notarlo y se tumbó más, apoyándose por completo en mí y volví a intentar abrazarla, volví a no ser capaz. La tenía encima de mí semidesnuda y no lograba moverme. Comencé a turbarme ya que mi cuerpo sólo se agitaba por dentro. Los nervios cambiaron de razón, dejé de pensar en ella y por un momento volví a pensar en mí. Recapitulé qué podría haberme pasado, qué me hacía estar quieto teniéndola a ella allí y lo recordé: yo era un sillón.
|