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LUNES DE SUDAMERICANA.

Era lunes, y como todos los putos lunes, el mundo me pesaba justo ahí, en el forro de las pelotas. Resaca, rutina, asfixia, frustración, son palabras que adquieren la plenitud de su significado los lunes. La mayoría de la gente se suicida los domingos por el efecto sala de espera de los lunes. Las desgracias no son tristes son inevitables, pero sentarse a esperarlas se puede volver insoportable. A veces pienso en la palabra alma. A mi hija le quería poner Alma pero la madre terminó por imponerse con Sofía. Dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces. Yo no tengo alma, ella carece de sabiduría. Mi alma es como un tercer huevo, algo tan inútil y estéril como los otros dos.

Yo no fui siempre así. Uno no nace siendo un tipo con el alma en las pelotas, es la hija de mil puta de la vida la que te va empujando. En algún momento conocí otras cosas, estudié arte en la universidad, creí en cosas como el amor, la política, la literatura, conocí el mundo. Olí otras vidas que huelen mucho mejor que la mía. Mi vida huele a baño, a desodorante caricia de primavera que no tapa del todo el olor a mierda. A veces me pregunto: ¿Qué hubiera pasado si nunca hubiera pasado de esto? ¿Sería feliz si me hubiera conformado con ser un zombi como ellos, -los tres subnormales corbateados de la oficina, con los que convivo ocho largas horas al día- estaría contento comiendo cereales con mermelada ligth, en lugar de sentirme con el alma colgando del forro de las pelotas mientras meto una moneda en la maquina de café?

En la radio un imbécil dice las noticias mezcladas con una música pop muy tonta. El dial esta elegido por uno de los zombis pero no me interesa cambiarlo, la pongo de fondo por que no me gusta estar en silencio. Casi todo lo que dicen son boludeces para gente retardada, así de paso consiguen que la gente que no recibe otra educación -la mayoría de la gente- sea un poco más retardada. Mi resistencia a la mierda ha ido en disminución con los años, a la puta música de mierda, a la mierda de café con leche de máquina, subte de mierda, puta mierda recagada de ocho horas de lunes, luego de otro puto fin de semana de remierda.

Antes yo no puteaba, escribía, era periodista, tenía un lenguaje refinado de varios miles de palabras. Ahora pienso que el mundo cabe en quinientas palabras de las cuáles la mayoría son puteadas. No es que nunca haya pasado de esto, he caído a esto. Yo tuve una vida, hay muchas fotos que lo atestiguan A veces parece increíble saber que alguna vez haya sido ese flequilludo que sonríe en la playa junto a mi vieja. O ese adolescente que me mira desde una montaña rodeado de un montón de desconocidos que alguna vez recibieron el título de amigos. Después la vida te empuja. ¿Uno tiene fotos en la oficina para recordar a los otros o para recordarse a sí mismo?

Ese lunes jugaba Independiente la final de la sudamericana y era el cumpleaños del jefe. Un nene yuppie que viene de vez en cuándo a la oficina a culparnos de todas las estupideces que él hace mal. Como buen chupamedias tuve que ir después del trabajo a tomar una cerveza con ellos. El tipo tiene un par de años menos que yo, y es un perfecto idiota que solo habla de rugby y de guita. Opciones, bonos, inmuebles, créditos, letras, petróleo, soja, euros. Presume que no se le escapa una. No hay nada que me rompa más los huevos que la autosatisfacción ajena. Sin embargo, no tuve más remedio que escucharlo fingiendo interés mientras me contaba los pequeños avatares de su vida premium. Había discutido con su esposa, tienen un pendejo y ella quiere tener otro, mientras él prefiere esperar hasta después de terminar de cursar un master en alguna universidad del exterior. Los otros asienten con el silencio de los corderos. Para muchos de mis colegas resulta difícil diferenciar entre la carrera y los otros aspectos de su vida. El medio, por arte de la despiadada competencia, se ha convertido en el fin. Es obvio que a veces, uno debe dejar que ciertas cosas de su vida se vean afectadas por lo laboral. Hay que cumplirles a los hinchabolas de los jefes, es el precio que tenemos que pagar para poder pagar las cuentas, pero de ahí a tragarse todo el anzuelo hay diferencias. ¿O no? ¿Es heroico intentar oponerse al desenlace de terminar reducido a la profesión que uno eligió para enterrar su inteligencia? ¿O es ser un cobarde no agarrar y mandar a todos a la mierda?

Luego el tema varió al tema favorito de estos hijos del occidente feliz: los autos. La vida del hombre moderno depende de las máquinas. Notebooks, celulares, televisores, dvds, microondas, heladeras, etc, pero de todas ellas, la que más pelotudo lo pone es el puto auto de mierda. La mayoría de los tipos se empeña el alma en comprarlo y se gastan más en mantenerlo - cuota, patente, seguro, estacionamiento, etc.- que en el colegio y la obra social de sus hijos. Una de las pocas cosas que haría que uno de estos tipos no pueda conciliar el sueño, no es una guerra, ni una quiebra, ni una enfermedad de un pariente, es un ruidito en los amortiguadores. Son todos lo pacíficos e inofensivos que parece cualquier otro habitante del occidente feliz, pero serian capaces de cagar a trompadas a los chicos que limpian los parabrisas en los semáforos. Mi auto tiene más de 10 años, no tiene ABS, ni blue tooth, ni llantas de aleación, ni butacas de cuero y tiene unos cuantos abollones. Se que ellos opinan que soy un pobre tipo. El asco es mutuo y ellos también se esfuerzan en disimularlo. Bendita hipocresía. ¿Quién podría trabajar si no existiera la hipocresía?

Después de la segunda cerveza al jefe decide que quiere ir a cenar y después a un bar de strippers. Hace por lo menos dos años que no tengo sexo, pero no quería ir de putas con estos gateros profesionales. No por que tenga remilgos morales al respecto, primero no soporto a estos tipos, segundo no me da el presupuesto, y tercero y principal jugaba Independiente por la Sudamericana. Dos años no es tanto tiempo, pasan rápido si estas trabajando, divorciado con dos hijas y tenes Direct TV. Internet tiene toneladas de fotos y videos para hacerte unas reglamentarias pajas. Lo peor del sexo es saber que al final del camino siempre lo hiciste con vos mismo, en lugar de tus manos usaste sus vaginas o sus bocas. Siempre estuviste solo. ¿Ir de putas no es más de lo mismo?

Me despedí educadamente de los que seguían y me deshice, con mentiras y excusas del que iba para mi barrio. Todavía estaba a tiempo de pedirme unas empanadas y un par de porrones en el delivery antes de que empezara el partido. Ella apareció entre el mar de gente de la estación 9 de Julio. Aún hoy, desconfío de mi capacidad para explicarme la fascinación que aquella chica ejerció sobre mí. En primer lugar, no ostentaba la cadavérica delgadez que parece requisito indispensable para que una mujer pueda lucir ropas ajustadas. Era joven pero no una pendeja, su cara no era ni sexy ni angelical. El rubio de su cabello se lo debía a la tintura y no hacía falta ser Roberto Giordano para darse cuenta que necesitaba retocar las raíces. Tenía muy buenas piernas, dos bronceadas columnas que bamboleaban sin medias ni pudor, un armonioso culo corazón como capitel. La seguí por los pasillos del subte deseando que doblara en mi misma combinación. En el andén de la línea A, a Primera Junta, le pude ver la cara. En ese momento todo sucedió.

Ella estaba de espaldas, apoyada contra una columna, mirando hacia la oscuridad del túnel. Yo me acercaba caminando por detrás cuando giro la cabeza y me miró con sus ojos grises. Un destello de luz se reflejó en ellos e iluminó todo con una luz diferente. Por el instante que dura un parpadeo, brilló etérea y bella como la reina de la primavera de Boticcelli. Un ángel rubio que me sonrió con un gesto entre beatífico y voluptuoso, mientras sus ojos me hacían caer en espiral hacia el infinito. Hasta que el ruido del tren entrando en la estación me despertó creo que ni siquiera respiré. Al detenerse el vagón subimos por la misma puerta y al pasar cerca suyo su perfume me acarició con una ternura inesperada que me dejo aturdido. Tarde unos segundos fatales en reaccionar. Hasta que el subte no se movio me quedé parado en el medio del pasillo sin saber que hacer. Una vieja maldita y un pendejo pajero se sentaron a sus lados. Yo me tuve que conformar con seguir hundiéndome en el lago plateado de sus ojos grises desde la fila de enfrente.

Cuándo me senté ella abrió un libro: “Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus”, por el título, un libro de autoayuda. Tengo el prejuicio de considerar un retardado a todo aquel que lea libros de autoayuda y me siento orgulloso de ese prejuicio. Pero en el caso de ella no me importaba, estaba dispuesto a soportar la inhumana tortura de escuchar toda la noche un catálogo de frasesitas de poster. Estaba dispuesto a perderme la final de la Sudamericana, mi mente ya no obedecía, estaba rendido, sabía que: pensara lo que pensara, no tenía otra opción que seguir a esa rubia adonde fuera que ella me llevara. Así de simple, así de inexplicable.

El libro bien pensado era una buena noticia: estaba sola. Quizás tuviera -o tenga todavía- algún novio, o pareja, quizás hasta marido e hijos, pero se siente sola. Una mina felizmente garchada no lee esas cosas. Una más en este valle de lágrimas, buscando en un libro la respuesta a su vida. Me la imagino soñando en encontrar el “Amor De Su Vida”, escrito así, con mayúsculas y cupiditos. Yo no pretendía tanto, con una noche y un nextweek en quince días me conformaba. Firmar el empate siempre fue mi especialidad. Caruso Lombardi al lado mío un poroto.

El pendejo de al lado le miraba las tetas sin ningún disimulo. Ella iba vestida con un uniforme de oficina, una camisa blanca que transparentaba los breteles de un corpiño color uva, y una mini oscura. No pude reconocer el logo azul que se curvaba deliciosamente en su teta izquierda. De haberlo reconocido, hubiera sabido que trabajaba en tal banco, o en aquel hotel, sería más fácil volver a encontrarla. Lo que me produjo su belleza no fue una simple atracción, de simples atracciones están llenos los basureros del espíritu. Una simple atracción jamás me hubiera hecho bajar en Primera Junta, seis estaciones después de la mía. Una simple atracción jamás me hubiera hecho seguirla sin siquiera preguntar como iba Independiente.

Al detenerse el subte bajé tras ella. Intentaba pensar en que iba a decirle. Invitarla a tomar un café, sonaba medio cursi, a novela de la tarde, a encare pedorro, pero otra cosa no se me ocurría. Encontrar las palabras exactas para acercarme a ella, -esa llave mágica que me diferencie de los cientos de tipos que intentan levantarsela a diario- me hizo vacilar unos momentos. Ella iba apurada y cruzó Rivadavia justo antes de cambiar el semáforo. Yo intenté seguirla pero un tachero cornudo me hizo recular a los bocinazos.

Se detuvo del otro lado de la plazoleta, en la esquina de avenida Rosario, esperando a que el semáforo le diera el verde. La idea de que se me escapara sin que siquiera pudiera hablarle me desarmaba como ya no recordaba que algo pudiera hacerlo. Lo bueno de ser un pobre diablo, es que al poco tiempo uno se acostumbra y todo le importa tres pelotas. Un pobre diablo como yo puede sobrevivir mucho tiempo haciéndose el cínico. Todo es una mierda o va a camino a serlo en breve lapso, se puede vivir en ese refugio hasta que algo así te sucede. Hasta que aparece algo o alguien que evidentemente no es una mierda y que no lo podes tener. Ahí la conchuda de la vida te desnuda en la cara tu poquedad y te sodomiza metiéndote el orgullo en el orto. Y el orgullo duele, sino pregúntale a tu proctólogo.

Un segundo antes de que el semáforo se pusiera en rojo, crucé caminando lo más rápido que pude. Me llevaba casi una cuadra de distancia, ella iba cruzando Centenera, taconeando rápido con sus sandalias negras. No quería correr, si se daba vuelta y me veía corriendo hacia ella se iba a asustar. Rogaba para que no entrara en ningún edificio, aunque ya me había prometido que si ella entraba en alguno iba a hacer guardia el próximo fin de semana hasta que la viera.

La seguí dos cuadras descontando metro a metro la distancia que nos separaba. La calle estaba iluminada, pero las ramas frondosas de algunos árboles creaban manchones de oscuridad. Ellos estaban en la vereda de enfrente, uno tenía una navaja. Ella gritó e intentó correr, pero el que no tenía la navaja le tironeó la cartera y el otro le cortó el paso. Yo estaba a media cuadra, podría haber intervenido, aunque sea gritado, pero me escondí detrás de un árbol. Por suerte solo querían la cartera, no la hirieron ni le pegaron, la resistencia de ella duro apenas unos tirones inútiles.

Pasaron corriendo al lado de mi árbol, a menos de medio metro, no me hubiera costado nada sorprenderlos. El que llevaba la cartera era más alto que yo, el otro, el de la navaja, era flaco y no debía tener más de quince años. Doblaron en la esquina corriendo sin darse vuelta. Yo esperé que ella se levantara del piso, lloraba y los insultaba con impotencia, dí media vuelta y caminé hacia la esquina por la que ellos habían desaparecido. Creo que no me vio. Caminé una cuadra y media hasta que pasó un taxi. Al pasar por la esquina miré a ver si la veía, no estaba. El taxista iba escuchando el partido, cuando el Goias hizo el 2 a 0 no pude evitar empezar a llorar. Lloré, como hacía muchos años que no lloraba. Lloré tanto y tan patéticamente que hasta el taxista se conmovió y me ofreció ayuda. No se ponga así todavía queda el partido de vuelta, me dijo al bajar. Sonreí con la broma, le agradecí y le inventé un problema familiar acerca de las causas de mi llanto, pero esa frase me rondó la cabeza toda la noche. Mi vida no estaba perdida todavía podía remontarla en el partido de vuelta.

Ninguno de los diarios del martes decía nada del asalto, un robo de una cartera, sin heridos, ni violación, ni detenidos, es noticia solamente para el que lo sufrió. Así están las cosas en este piadoso mundo, probablemente ni siquiera le hayan tomado la denuncia en la comisaría. Volví a tomarme el subte, a la misma hora, en la misma estación, varias veces durante esa semana. El lunes siguiente vi el partido en el Banchero de Rivadavia y Centenera con la esperanza de volver a verla. Que el Rojo saliera campeón por penales fue mi premio consuelo.

El martes los zombis hablaban del partido de Independiente. No sé por que les confesé donde lo había visto y les conté esta historia. Alteré levemente los tiempos y las circunstancias de manera de salir lo más airoso posible. Me sorprendió un poco escuchar sus comentarios indulgentes hacía mi actitud, del tipo: ¿Qué ibas a hacer?... ¿Ligarte un cuchillazo por un celular, una billetera y un paquete de tampones?. Sí te metías ibas a terminar con quilombos en la comisaría vos, y los pendejos sueltos al día siguiente”. La gente es solidaria -dicen los noticieros al hablar de inundaciones y terremotos- pero suele ser más solidaria en general, que en particular.

La conversación derivó hacia un montón de frases hechas del tipo ideología “mano dura” –de esas a la que los burgueses argentinos son tan afectos a la hora de leer los policiales- diatribas racistas y fachas, llenas de odio y justicia a lo Crónica TV, que me permitieron seguir sintiéndome distinto a ellos. Aunque, debo confesarme que cada día, se me hace más difícil precisar la naturaleza de esa diferencia.

Ellos están tan seguros de que hice bien en abandonar a esa chica en la calle que me hacen dudar hasta de mí mismo. Si tu enemigo te aplaude es que metiste la pata, no hace falta ser Sun Tzú, para darse cuenta de eso. Con esa idea en la cabeza me fui a buscar un café a la máquina. Al volver uno de ellos hablaba sobre la enfermedad de su padre. Lo tenían que operar de by-pass y necesitaba dadores de sangre. Me ofrecí como donante. Los dejé con su charla a medias y me encerré a llorar en el baño. Como el lunes pasado en el taxi una angustia incontenible me anudó la garganta. Sé que no lloro por ella, ni por mí por mi poco censurado escape, ni siquiera por que jamás voy a volver a verla. Lloro como los bebes cuándo nacen, lloro por que me siento vivo

Hoy me desperté temprano a pesar de que tengo el día libre por donar sangre. Me pasa algo raro y maravilloso. Es como si me hubiese sobrevenido una repentina claridad y la certeza de que ya no soy prisionero de nadie. Sigo siendo yo, pero me siento libre. Antes de que mi fracaso encontrara la forma de una chica asaltada en la calle, yo no era nada y tampoco era nadie. Sigo siendo nadie. Los días me pasan por encima como las olas sobre una playa desierta. Entre mis sarcasmos y las fluctuaciones de mi ánimo, me voy rindiendo a una vida sin provecho ni asombro. Y es que uno, casi por definición, uno no puede hacer nada decisivo por uno mismo También es verdad que uno tampoco puede hacer nada decisivo por los demás y que los demás no pueden hacer nada decisivo ni por ellos mismos, ni por nadie. Desde que asaltaron a esa chica tengo la certeza de que tengo que buscar de hacer algo por los demás. Ese puede ser mi partido de vuelta. Mi tres a uno para intentar empardar todos estos años perdidos dos a cero. Es una convicción incómoda, inmadura y obtusa. Nadie sabe quien es Dios ni que quiere pero me tengo la inexplicable certeza que él espera algo así de nosotros.

Al entrar en el laboratorio no me di cuenta. La chica que me atendió no tena la camisa del uniforme. Me dio una birome y me pidió ´que llenara el formulario. Me senté en una mesita y casi me muero de un infarto al ver el logo del formulario y la birome. ¡El mismo logo azul que su camisa!
Centro de Hemoterapia Caballito. La primera jugada del partido de vuelta.

Texto agregado el 10-12-2012, y leído por 140 visitantes. (0 votos)


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