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-Una gran tormenta se nos viene en camino –dijo la mujer con la mirada perdida en los nubarrones, allá a lo lejos. Envolvió sus codos con ambas manos, acariciándose a si misma, intimidada por el viento.
-Ponte los zapatos rojos, esos que usas para bailar – indicó el hombre sin mirar atrás– nos espera una larga caminata.
La mujer se demoró un poco en partir, esperando a que él se diese vuelta para ver si ella lo seguía.
-Te preocupa llegar tarde a lo del bar ¿no? –señaló a modo de reproche, al constatar que él no se volteaba.
-Me esperan mis amigos.
-A tus amigos los ves casi todos los días.
-Ese no es motivo para dejarlos plantados.
Siguieron avanzando en silencio; una mujer cargando un vestido de novia dentro de una bolsa se les cruzó por su camino. Si bien él la pasó por el lado, ella se detuvo a observar su marcha triste y cabizbaja, con el andar tan agotado como el suyo. Se preguntó si aquél traje en la bolsa llevaría tanto tiempo guardado en un armario como el que ella ahora tenía puesto.
La mujer bajó una mano por su cintura y tocó las telas de su vestido; aún estaba la etiqueta en la basta. Aquella era “la ocasión especial” para la cual había reservado su estreno, esa que venía esperando por más de dos años. Pero el clima no los había acompañado. El que en la mañana prometía ser un día soleado y primaveral, lentamente fue manifestándose como uno de esos atardeceres grises y oscuros, para entregarse al fin a los intempestivos aires que preceden a una tempestad.
-Vas muy aprisa –decía ella, casi a gritos, unos cuantos pasos más atrás .
-Quiero llegar a casa antes de la lluvia
-No puedo andar tan rápido como tú con estos tacos. Espérame.
-Pero si son tus zapatos de baile. ¿Como no van a servir para caminar?
De pronto el aguacero que los venía amenazando se hizo presente. La mujer dejó de avanzar. Se sentó en el suelo, entre barro y pozas de agua, y rompió en llanto. El hombre, con cierto desgano, se devolvió hasta donde estaba ella.
-¿Se puede saber porqué estás llorando ahora?
La mujer respondió entre hipos:
-Hoy estaba usando mi vestido nuevo, el que me compré esa vez ¿recuerdas? para usarlo en nuestra segunda luna de miel. Tú ni siquiera te diste cuenta...
Él no dijo nada. La miró por un rato, mientras lloraba, y luego reemprendió la marcha. La mujer se mantuvo sentada, con la vista baja y el cabello mojado; debía morderse los labios para no decir lo que pensaba en ese momento. Cerró los ojos y apretó los dientes, a punto de desencajar su mandíbula. Al otro lado de la calle, la mujer del vestido en la bolsa se subía a un taxi; de su cartera cayeron tres hojas en blanco que fueron a dar a un charco de lodo.
Como si estuviese hipnotizada, ella se detuvo en aquellos papeles mojados. Los miró fijamente, con la tibieza con que se mira a un amigo confidente, ese que escucha con paciencia. Los guardó en su cartera. Una súbita satisfacción la invadió de pronto; ya no se sentía sola.
La lluvia se hacía más intensa; ella volvió a caminar, acelerando el paso, y se encontró con el hombre, empapado hasta los huesos, detenido en una luz roja. Él, mostrando cierta alegría por ella haberlo alcanzado, reanudó el diálogo, con la mirada fija en el semáforo:
-Cuando pequeño, yo pensaba que a los semáforos los manejaba un manto invisible; que cada vez que la luz se volvía roja, se activaba y detenía con su fuerza a todos los autos. Me decepcioné mucho cuando me di cuenta de que eran los conductores los que debían frenar, y que este escudo invisible no existía. Si alguien quería pasarse una luz roja, podría hacerlo. Desde ese día tengo problemas para cruzar la calle, y no puedo pasar sino hasta que todos los autos estén detenidos.
-Yo también creía en escudos invisibles cuando chica –respondió ella, secándose las mejillas con la mano- pero eso nunca me impidió cruzar la calle....
La luz cambió a verde; él abrió la boca para hacer una nueva acotación, pero ella ya estaba caminando en contra de la lluvia; traía el ritmo que tuvo que mantener para darle alcance, y no quiso disminuirlo; siguió avanzando, más rápido que él, y lentamente lo fue dejando atrás. Por orgullo, y no falta de curiosidad, no se volteó ni se detuvo para ver si él la seguía.

2
Abrió las ventanas. Él seguía dormido, enredado con las sábanas. Ella tenía sus maletas listas. Llevaba días esperando una mañana sin sol para salir a la calle. No quería que nadie viera su preciado vestido de novia dentro de una bolsa plástica.
Empacó todos los libros que había comprado con su dinero, menos el de Truman Capote. Siempre se pierde un poco de fidelidad cuando algo se traduce.
-¿No te lo vas a llevar? –preguntó él, entreabriendo los ojos – lo compraste para tu cumpleaños...
-Nunca he tenido suerte interpretando la visión de los demás. Ya sabes lo que opino: si no es el original, no es un buen texto.
Él tomó el libro y lo dejó junto a la pila que estaba al costado de la cama. En seguida, se dirigió hacia las hojas apiladas sobre el escritorio y las acercó a la mujer.
-Me fijé que dejaste el libro que estabas escribiendo ¿ya no te interesa terminarlo?
-No escribí más que un par de líneas.
Él tomó el fajo de hojas, la mayoría en blanco, y se fijó en la primera página, la única que tenía algo escrito:
Solía amar cada pequeño detalle de ti, eras mi Dios. Me decías “mi princesa” y yo te respondía “mi amor”. Ahora me gritas “puta en celo” y yo llamo de “bastardo”.
-Veo que queda mucho resentimiento. Pensé que ya lo habíamos conversado todo.
-Nada de lo digamos podrá borrar la promesa que me habías hecho.
-¿Cuál promesa?
-Ésa, hasta que la muerte nos separe ¿recuerdas?
Él guardó silencio por un instante.
-Si, la recuerdo. Hasta que las muerte nos separe...
-...y, sin embargo, tú sigues vivo...
Él se mantuvo callado, inexpresivo. La observó darse vuelta, tomar las hojas en blanco sobre el escritorio y guardarlas en su cartera, dejando la que estaba escrita sobre la mesa. Para romper el hielo, el hombre recogió del suelo el libro escrito por ella varios años atrás, “El diablo en los labios”, ahora cubierto de polvo y con las páginas arrugadas.
-¿Y este, tampoco lo vas a llevar?
La mujer lo hojeó con nostalgia y ternura, para luego devolvérselo.
-Ya nadie quiere escuchar esta historia; la trama es cliché, los chistes gastados, y francamente, todos hemos oído algo parecido antes. Los cuentos de amor no se venden en estos días. Ahora lo único que interesa a la gente son los mundos irreales, esos con hechiceros, duendes y magia.
-Lo que para algunos a primera vista es magia, para otros solamente es rapidez de manos.
-No sigas usando analogías. Además de irritantes, las tuyas nunca tienen sentido. Solamente son un conjunto de palabras molestas que nadie puede comprender.
-No me importa ser irritante.
La mujer no respondió; se limitó a bajar la vista, intentado ocultar sus lágrimas. Él se acercó a ella y la miró a los ojos.
- No dejaste que mi paso lento y vacilante te retrasara. Hiciste lo correcto, porque mi camino es blando como la arcilla. Toma las llaves del auto –dijo colocando el manojo en sus manos -Ya no soy ese hombre en quien pusiste tu confianza un día; Nada más soy una persona que se parece a él. Escapa mientras puedes, yo no tengo más planes que hundirme.
La mujer regresó las llaves al lugar en que estaban antes, la mesa de madera junto a la puerta.
-Gracias, prefiero caminar. Ya no soy de aquí, sólo estoy de paso.
Reteniendo el llanto bajo sus párpados, miró por última vez el rostro del cual se despedía; Le acarició brevemente la barbilla con la punta de sus dedos y dibujó en el aire un gesto de censura sobre sus labios, para frenar sus palabras. Ya no quería oír nada más.
Abrió la puerta y salió a la calle, haciendo caso omiso del frío y el viento. Sus labios ya no ardían, había dicho todo lo que tenía que decir. Sin que se diera cuenta, de su cartera cayeron tres hojas en blanco de aquél libro que nunca terminó de escribir.
Arriba, en el cielo cubierto, las nubes comenzaban a reunirse, y el sol desaparecía junto a sus débiles rayos. La gran tormenta se hacía presente, lavando los techos, borrando las huellas, arrastrando tierra, llevándoselo todo. Abajo, en el suelo húmedo, se gestaba un lodo áspero y viscoso, que lentamente comenzaba a rodear la casa que ella dejaba a paso firme, sin mirar atrás.

3
Él la observaba con admiración y cariño. Era la mujer dócil y comedida que siempre había buscado. Ella, a su vez, lo atravesaba con sus ojos, intentado hacerlo invisible. Los nervios ante los invitados y la fría catedral disminuían el paso de la muchacha, quien se apoyaba con fuerzas en el brazo de su padre. Subió al altar y le dio la mano a su prometido, con la mirada reticente, esforzándose por no manchar con sudor su vestido de novia.
De cierto modo, en algún momento él había dejado de ser el hombre fuerte y protector que conociera dos años atrás. Lentamente sus manos fueron cubriendo su boca, frenando sus impulsos, limitando los contactos. Lo que en un principio parecía templanza, finalmente terminó manifestándose como genuino desinterés.
Y tu, Ana ¿tomas a Fernando por esposo y prometes serle fiel en lo próspero y en lo adverso, en salud y enfermedad?
Quería decir que no. Quería salir corriendo de aquella iglesia, volver a ser libre, poder decir y pensar lo que se le antojara. Quería poder usar un vestido negro con escote, sentarse con las piernas abiertas y reír tan alto que todos en el salón se diesen vuelta para verla, porque así más de alguno comentaría “ella tiene al diablo en los labios”, y no la verían como la mujer muda y fragmentada que se presentaba ante ellos.
Pero estaban sus padres y los de él. Y sus amigas, que siempre lo consideraron el hombre perfecto. La iglesia ya había sido pedida y la banquetera contratada. Y estaban todos esos libros de autoayuda que hablaban de crisis prematrimoniales, de estados de ánimo, de expectativas elevadas. Pero, por sobre todo, estaba aquél precioso vestido blanco, más deslumbrante que los que aparecían en sus sueños de niña, tan brillante como los de las revistas y catálogos. Sería lo más valioso que tendría en toda su vida, y lo heredarían generaciones futuras. No le cabían dudas de que tendría una vida muchísimo más larga que su propio matrimonio. ¿Cómo decirle que no a un vestido de novia?
-Por el poder que me otorga la iglesia, yo los declaro marido y mujer.
El hombre besó a su esposa, cuyos labios ardían por el silencio. Quería estar lejos de ahí, lejos de los brazos en su cintura, lejos de los dedos sobre su boca, lejos de cada uno de esos pequeños detalles que un día la hicieron desear estar a su lado.
Los novios salieron de la iglesia; mientras saludaban a los invitados, apurados por el viento que comenzaba a asomarse, se fijaron en una pareja que caminaba a paso rápido, él adelante, ella un poco más atrás, manchando su bonito par de zapatos rojos, muy adecuados para el baile. Pasaron como una brisa, y desaparecieron rápidamente en medio del polvo que levantaba el viento.
-Espero que nuestra vida de casados no se vaya tan rápido como estos 10 años de noviazgo –le dijo él, abrazándola antes de darle el vitoreado beso que solicitaban los presentes – el tiempo pasa tan velozmente, que a veces me parece que el pasado es presente y que el futuro fue ayer, y toda la vida no es más que este mismo momento, como si ahora estuviera recién conociéndote, y a la vez dándote el beso de despedida...
Ella miró a su esposo, y apretó los párpados para evitar que alguna lágrima fuese a correr su perfecto maquillaje.
-Es mejor que nos apresuremos- le respondió antes de subir a la limusina, con la mirada perdida en los nubarrones, allá a lo lejos – puedo ver que una gran tormenta se nos viene en camino...

Texto agregado el 10-12-2012, y leído por 92 visitantes. (0 votos)


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