Un pibito solo; sólo un pibito.
Soportando sobre los dedos huecos el peso de una responsabilidad que no le corresponde; cargando con extremo sudor con una madre, un padre, hermanas.
Sólo un pibito: once años. Debería estar corriendo tras una pelota y no tras una moneda. Debería llorar caídas de bicicleta y no los golpes más grandes.
Un pibito solo, corriendo entre los andenes, jugándose la comida en estaciones oscuras. Recordando un guardapolvo blanco, recordando unos lápices que ya no escriben.

Y si con sólo estirar la mano terminara todo, sería de algún modo ideal. Pero al estirar la mano se ve a lo lejos a una pibita.
Una pibita sola; sólo una pibita.
Soportando sobre su sexo hueco el peso de una responsabilidad que tampoco le corresponde.
Destruyendo su sexo en lágrimas que no tendrían que verterse sobre esas camas sucias.
Sólo una pibita: once años apenas. Conociendo prematuramente la cara de una sociedad enferma. Conociendo a un pibito de once años que también trabaja, que también gana monedas.
Una pibita que transforma su dinero en comida, y las muñecas de las estanterías empañadas en recuerdos.
Una pibita sola que entre las gotas oscuras de la noche es desgarrada por hombres que podrían ser sus padres, desgarrada por su padre. Una pibita que al terminar eso que ya no le produce asco se acomoda la desteñida falda, la alisa con las manos temblorosas, y que al salir se mira fugazmente en el espejo a ver si en la chatura crecieron las montañas que en la fantasía la protegen.