GISELA
Gisela tomó el camino largo, sabía perfectamente a donde se dirigía y sin embargo sus piernas se negaban a llevarle hacia allá. Paso tras paso anduvo media cuadra hasta que se detuvo junto a un árbol al que asió con la leve furia que podía sobrepasar su malestar, no se venció, decidió no hacerlo, como tantas otras veces en circunstancias similares no se había permitido ser vencida. Aspiró profundo un poco de aire y un mucho de recuerdos, ambos turbios y pegajosos, el primero que se negaba a entrar por la buena a sus pulmones y calmar el agitado corazón, los segundos, los recuerdos, se pegaban a las paredes de su desesperación y sin embargo eran el sustento de su decisión. Uno de estos últimos le golpeó con tal violencia el estómago que no pudo contener el río amargo que a través de su boca abandonaba sus entrañas. Todo daba vueltas como la fregada vida y Gisela se sostenía de la rama más delgada del árbol aquel que había sobrevivido a la mitad de la cuadra.
Mientras recuperaba la respiración regresó el mismo recuerdo que le había dado en el estómago, esta vez le atacó sólo en el alma, era la respiración hedionda a ron barato y tabaco, era el sudor que hería su nariz y se untaba a su piel, era un vientre flácido simplemente insoportable, era el asco profundo de lo inevitable, era un cuerpo ajeno usurpando lo que alguna vez fue suyo, eran 50 miserables pesos en su estreno como prostituta.
Quizá el nombre de Gisela no era Gisela, pero eso es lo que menos importa, fuera cual fuere el nombre la mujer, ésta limpió la zapatilla negra con lo que fuera probablemente la envoltura de una torta, miró al final de la calle y puso las esperanzas de llegar allá en sus débiles piernas. Dio tres pasos e instintivamente se acomodó la minifalda, se moría por un cigarro pero sabía bien que su estómago de por sí ya débil no se lo perdonaría. Corrió la idea de su mente mientras daba otro paso y en el siguiente se arrepintió de no haberle permitido a Romualda que le acompañara y en ese mismo instante cuando daba un paso más se arrepintió de todas las veces en que se había arrepentido. Se detuvo, dejo caer la cabeza hacia delante y permitió que su cerebro dudara una vez más, pero sólo un momento, solamente tuvo que repetirse las palabras que se dijo doscientas doce veces al espejo: ¿Qué diantres vas a hacer con un chamaco?
Esta vez encontró fuerza en sus propias palabras y sus piernas parecieron admitirlo, uno tras otro sus pasos le llevan al final de la calle, sólo dar vuelta y una cuadra más, ahí estaba la clínica, lo haría y se tomaría unos días, una semana de vacaciones, a sus 17 años nunca había pensado en unas vacaciones, ¿por qué no? A conocer el mar quizá, ¿por qué no? Sólo lo haría y después tomaría un camión al mar, ¿a dónde? Al más cercano, pero al mar, si algo tenía que hacer en la vida era conocer el mar, después de salir del pueblo y llegar a esta ciudad, de los primeros meses lavando letrinas y soportando los embates del patrón, después de la dolorosa partida de Ramón, después de... después de... el mareo volvió, la náusea le hacía sentir fuego en los oídos y su estómago la amenazó una vez más hasta que cedió al recuerdo, el recuerdo que creyó archivar en el rincón más oscuro de su mente, el recuerdo de la navaja de afeitar y el baño público, de su cuerpo desnudo con desnudez de diecisiete años, de la decisión y del arrepentimiento, ¡el maldito arrepentimiento! Dio dos pasos más y ya no odió el arrepentimiento. En ese mismo instante cuando acabó el recuerdo de aquel intento se dio cuenta como nunca de que estaba viva, tres pasos más y trató de encontrar el motivo para sentirse así, tremendamente viva, buscó en el sol que se ocultaba lastimero tras una nube, miró a lo lejos la catedral y pudo distinguir a las palomas que llegó a alimentar alguna vez. Sus piernas seguían moviéndose y entonces se dio cuenta de que fuese lo que fuese que la hacía sentir viva manaba desde dentro, desde el revuelto estómago, desde el ajado corazón y desde el fondo de su alma apenas gris, miró a la izquierda y vio cómo sus pasos dejaban atrás la puerta de la clínica, respiró profundo y sintió que su estómago estaba calmo, levantó la mano derecha y un taxi se detuvo. A la central de autobuses, dijo al chofer. Entrecerró los ojos y a su nariz todavía húmeda llegó el aroma del mar.
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