Me acerqué hasta la camilla donde ella reposaba. Con mis manos examiné su rostro, su cuerpo. Busqué cada detalle, cada imperfección. Ajusté la lámpara y coloqué en lugar visible la foto que me habían facilitado.
Del maletín saqué un gran número de pequeñas cajas. Humedecí un paño y le froté los brazos, las piernas, el pecho. Luego levanté su cabeza, extendí sobre la cara una pasta de un blanco rosado, cepillé suavemente la piel. Con un trocito de cera que amasé ante el fuego, rectifiqué la nariz; finalmente cogí mis difuminos, los pasé por los polvos de las cajas, extendí una pátina por las mejillas, por la comisura de los labios, y le apliqué color. Por último recogí su cabello en una larga trenza.
Una vez terminada la sesión retrocedí un poco para juzgar mejor el efecto logrado. Regresé junto a mi obra que retoqué hasta quedar satisfecho. Antes de abandonar la sala la besé.
A la mañana siguiente me acerqué hasta la tienda y así pude comprobar el resultado de mi trabajo en la muñeca.