Bajo esta confesión, insisto ser sólo un partícipe objetivo y desdichado que lo observa todo; no me arrepiento, sino que asevero la genialidad que yace en mí, como una disyuntiva entre lo eterno y lo absoluto.

Mientras una multitud fluía en sus espectros, como un río venenoso de rostros y quejidos tras las calles, la ciudad se fugaba indescifrable en los sonidos latiendo tenebrosa entre las fauces, corriendo en el lamer de los arbustos como un fuego inaccesible y dadivoso. Y el hospital, como una cárcel insana, acogía el caudal de siluetas multiformes extendidas en el sabor de los pasillos, ante una enormidad de ojos rasgados, impotentes y miedosos. Allí las ánimas multiplicaban sus llantos en un desfile de carencias y de oxígenos, frente a la levedad de sus tejidos, el dolor y el deterioro. Detrás, mis pupilas ajenas seguían el raciocinio endilgado a aquel espanto, que yo mismo había gestado bajo este laberinto insano. Primero hallé el fulgor del descubrimiento; luego lo saboreé con tenacidad en infinitas pruebas, hasta lograr la hipótesis deseada: Un nuevo virus neumónico, que al fin decantará lo humano de la especie.

Ana Cecilia.