Con los años uno se va volviendo un ser racionalista. Mas por una suerte de despecho o sentimiento de traición de su propio cuerpo hacia uno mismo, que por mera revelación filosófica. Pero el hecho es que uno se va dando cuenta (o por lo menos se trata de convencer) de que la materia perecerá pero nuestra conciencia vivirá por siempre.
Yo, como toda criatura viva, no soy la excepción a la regla; y con mis recién cumplidos 96 años, puedo certificar que fuera de toda duda, lo material se encuentra en constante desgaste y pronto todo habrá de acabarse para mi.
Pero el hecho de que el final no haya llegado todavía, no me priva de ciertas señales previas de que este se acerca; mi corazón ya no funciona bien, casi he perdido la vista y no escucho nada del lado izquierdo. No obstante, a pesar de que mis huesos son casi polvo, me enorgullezco de conservar la misma lucidez mental que cuando tenía veinte años. Mientras tenga mis recuerdos y mi independencia de razón, yo estaré satisfecho, y mientras no me alcance la demencia, podré morir en paz. Solo mis recuerdos me bastan para ser feliz, imágenes del pasado que, borrosas, todavía conservan una temporalidad ya imposible para mi. ¿Cómo olvidarme de aquellos veranos en el campo?, ¿Cómo pasar por alto aquellas tardes en que mi madre me recibía con la merienda preparada y yo, era feliz e inocente?; eran tiempos mas sencillos, eras lo que eras por vos mismo y por nadie mas; una era de seres auténticos. Recuerdo con nostalgia mi juventud y mi temprana adultez, los autos mas resistentes, la magia increíble de los primeros televisores en blanco y negro, los inquietantes dragones; escupiendo fuego sobre nuestras cabezas, su inconfundible olor a azufre y carne podrida, una estela de guerra mitológica cerniéndose sobre nuestras cabezas, como un nuevo sol, uno que auguraba muerte. Si, lo recuerdo claramente, ¡como habríamos de festejar, cuando el gran samurai Shia Chung, asesino de dragones, nos liberaría del miedo y llevaría a este país a un nuevo nacimiento!.
Hoy en día ya casi no hablo, he conservado mi cordura, pero he perdido casi todo lo que a ente físico se refiere. Son escasas las veces que salgo a caminar, y cuando decido hacerlo, se genera un gran revuelo hasta que me encuentran y me llevan de nuevo a casa, retándome. Dicen que me perdería. No saben nada.
A veces, después de que mi hija, Evelyn, me ayude a comer (algo bien procesado, ya que los músculos de mis brazos son casi nulos y conservo pocos dientes en mi boca), me gusta sentarme largas horas en el patio de adelante y que el sol me pegue en la cara, y mientras un destello de reflejo solar se proyecta en mis ojos ya cansados, y el calor se extiende por mi desgastada piel, me gusta recordar épocas doradas, en las que navegaba los siete mares, combatía piratas y era feliz. Quizá dejo que se me escape una lágrima, pero nunca mas de una por los viejos tiempos.
Cuando llega la noche, Evy me cambia y me arropa en mi cama, me besa la frente y me mira con amor y con tristeza. Luego apaga la luz y se va a su habitación, dejando en mi garganta un “te quiero” que nunca tocará la luz; se perderá en mi garganta y en esa espesa oscuridad de la que temo y en la que alguna noche cercana habré de irme para no volver, llevándome para siempre un beso de mi hija, y un “te quiero” en el corazón.
|