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Mi intuición no me engaña, nunca me ha engañado. Las señales eran claras, no había lugar a la equivocación. Ella estaba ahí dentro, con su amante, entregándose a los placeres de la lujuria. Esa noche llegué temprano a casa, pero no entré de inmediato. Permanecí una hora entera tras la puerta, escuchando cuidadosamente cada sonido en la habitación. Siempre he sido paciente, muy paciente, es una de mis virtudes. Mi concentración era tal que incluso llegué a escuchar el latir de mi corazón, acelerado por la emoción del momento. Mi sangre corría ansiosamente.
Decidí esperar un poco más, y me quedé afuera, respirando el aire húmedo. El olor a tierra mojada en el ambiente presagiaba fuertes precipitaciones. El anochecer en la ciudad suele infundir nostalgia.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que ese era el momento para entrar. Muchas veces había escuchado ese sonido, sabía muy bien que emanaba del placer. Esbocé una sonrisa casi triunfal ante la idea de ver sus rostros descompuestos por la sorpresa. Metí la llave en la cerradura y la giré con tal rapidez que yo mismo me sorprendí de mi destreza, abrí del todo la puerta y entré de un salto a la habitación. Todo estaba en penumbra y en un silencio total. Me quedé inmóvil mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad. Entonces la vi, tendida en la cama, durmiendo con tal soltura que temí hacer algún ruido inoportuno.
Me acerqué para escuchar su respiración, era apenas perceptible, apagada, moribunda. Aspiré su fragancia a sándalo, el aroma habitual. Permanecí largo tiempo a su lado, contemplando su silueta, velando su sueño. La sentí moverse repentinamente, como si se sobresaltara. Me eché hacia atrás como por instinto. Entonces, me di cuenta que tenía los ojos abiertos, me miraba fijamente, sin decir nada. En ese momento me di cuenta de todo, ya no había más que ocultar. Eran los ojos del engaño, la mirada de la traición. Se burlaba de mí sin decir palabra. Mis nervios se tensaron. Mi cuerpo rígido comenzó a temblar. El sudor caía por mi frente. Las entrañas me ardían. Preví el colapso inminente de mi sistema nervioso. No podía resistir más esa mirada, esos ojos hurgando en mi interior. El hueco en mi estómago crecía devorándome lentamente. ¡No podía dejar que se burlara de mí! ¡No podía! Arrojé la almohada a su cabeza y brinqué sobre su pecho. Apreté con fuerza. Sentí sus uñas clavándose en mis brazos. Apreté con más fuerza. Emitió un leve quejido… sólo uno y nada más.
Besé su frente tibia y decidí salir a tomar aire fresco. Caminé lentamente por las calles del barrio. Me sentía ligero, lozano, incluso me puse a silbar una alegre tonada. ¡Qué importaba el despido de la mañana! ¡Qué importaban las deudas interminables! ¡Qué importaba todo eso si ahora ella dormía en paz!
Decidí tomar el fresco en el parque, nuestro parque. Ese hermoso lugar que tanto nos gusta, con su enorme cruz de madera clavada en el centro. Me senté en la banca más próxima humedecida por la llovizna. Entonces la escuché… una risa familiar, una carcajada que cimbró las paredes de mi edificio cerebral. No podía ser cierto, seguro era una especie de delirio. Pero no, ahí estaba de nuevo. Era su risa inconfundible.
Me levanté de un salto y comencé a seguir los murmullos amortiguados por la distancia. Caminé algunos metros bajo los árboles. Y ahí estaba, era ella: su cabello, su sonrisa, sus movimientos suaves, su ligereza, su gracia. Se notaba más delgada y vestía un abrigo negro, ella jamás usaba abrigo, al menos no conmigo. El amante le acariciaba el rostro y le tomaba por la cintura apretándola contra sí. De nuevo la risa, esa horrible carcajada. En ese momento mi cerebro explotó. Jamás he soportado la burla y la humillación. Aquella algazara ya era demasiado.
Busqué entre los arbustos una buena piedra, no muy grande, pero sí con la firmeza suficiente para no errar. La tomé con una mano y me acerqué lenta y sigilosamente hacia la feliz pareja. Esperé detrás de un árbol el momento justo. Sonó de nuevo la risa, como una señal que anuncia la muerte. Levanté la piedra sobre mi cabeza y en un solo movimiento la descargué contra su cráneo. Un solo golpe bastó. El amante huyó despavorido del lugar.
Pensé en regresar a casa, pero no podía dejar el cuerpo ahí, abandonado. Recordé aquellas historias que se cuentan sobre algunos locos o enfermos que se aprovechan de los cuerpos sin vida para satisfacer sus más lóbregos deseos. Decidí quedarme. Jamás permitiría que ultrajaran su hermoso cuerpo. La levanté lentamente entre mis brazos y caminé hacia la cruz. Nos acostamos uno junto al otro y la abracé con sutileza. Y ahí, bajo la cruz, pasamos la noche juntos.

Texto agregado el 30-11-2012, y leído por 155 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
30-11-2012 Ese es amor es maldad, egoísmo… cpimecuentos
30-11-2012 Los celos enfermizos, corrompen, enloquecen, que triste que quiten la vida. cpimecuentos
30-11-2012 Lo leí con placer morboso. Te imagino amante de lo gótico. Me vino a la memoria aquel cuento de Lovecraft, "los amados muertos". Saludos. ANTEELTECLADO
30-11-2012 No pude dejar de leer hasta el final, sentí la locura de los celos de tu personaje, me gustó. Carmen-Valdes
30-11-2012 Formidable. Esa anormalidad que raya entre el genio y la locura. La enfermedad terrible de los celos plasmada en esta historia, y un inmenso amor, tan grande como la muerte misma. felipeargenti
 
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