Consuelo no sabía si era su intuición o esa capacidad innata de disfrazar los hechos a su manera para evitar remembranzas que pudieran herirla. Ya bastante tuvo con los calendarios vividos, que revivía en sus pesadillas, para palpar la realidad así como la vida se la mostraba.
La calesita giraba a los compases de la música en la plaza del pueblo a veces tan fuerte que estremecía los tímpanos. Niños subían y bajaban alegres de los toboganes, la banda de músicos acompañaba la procesión de la Virgen Dolorosa y aún se notaba las paredes ásperas por el detergente usado para borrar las pintas de la subversión. Las rondas campesinas vestían pantalones negros con camisas blancas y llanques de jebe, uniforme de gala para el desfile de aquella tarde. La primigenia amistad de los campesinos de la zona con los “compañeros” de Sendero Luminoso, hace rato se había roto y se organizaron para contrarrestar los abusos que solían cometer, considerando que si ellos no se defendían, nadie lo iba a hacer. El amigable término de “cumpas” fue cambiado por el de “terrucos”.
Semanas antes un grupo de pobladores llegó al pueblo trayendo a un mando senderista al que habían encontrado en su refugio en las alturas, llevándolo a la plaza de armas donde lo golpearon con piedras y hachas, dispararon y quemaron. Consuelo Quispicanchis, a sus trece años, lo vio todo desde su escondite en el viejo campanario de la capilla donde solía pasar las horas con sus muñecas de trapo. Es que no era la primera vez que ocurrían actos violentos; El fuego cruzado de la guerra había sentado sus reales en toda la serranía peruana y los llamados excesos ocurrían por el lado de la subversión y de las llamadas fuerzas del orden.
Después de la ejecución del “camarada” Oligario el pueblo vivió receloso por la inminente llegada de las huestes senderistas. Recordaba Apolinario Quispe lo sucedido en Huancasancos, un pueblo cercano, cuando el camarada “Víctor” en un juicio popular determina la ejecución de 30 comuneros capturados después de levantarse y asesinar a dos mandos. Un grupo es sentenciado a morir por fusilamiento y otros asados en la panadería de Nazario Alvarado. Cuando ya se encontraban en el horno llegan tres helicópteros con los “sinchis” y se produce un enfrentamiento con la muerte de seis víctimas inocentes. Acordaron pedir ayuda y regresó el enviado con la noticia que la recibirían pronto pues las autoridades ya sabían el rumor de que no quedaría “polvo sobre polvo” sobre Lucanamarca, con ordenes de la más alta jefatura del movimiento subversivo para dar una lección a los comuneros. La noche anterior habían aparecido pintas con la hoz y martillo y lemas como “Mueran los soplones” “Que paguen su cuenta los traidores”.
La puna se vestía de verde por las lluvias del invierno serrano. Contrastaban a lo lejos las cumbres parcialmente cubiertas de nieve. El pueblo acostumbrado a incursiones de los “cumpas” y soldados, trataba de continuar con sus quehaceres, ha acostumbrarse a ese tiempo de violencia que había cegado tantas vidas, a ese modo de vivir como lo más natural, es más, que les quedaba. Por eso esa tarde no quisieron dejar pasar el festejo de los carnavales, tradición alto andina impostergable, engalanando el pueblo de casas con tejados mohosos con cintas y papeles coloridos. Los “sinchis”, les habían prometido, llegarían ese día para instalar una base en la zona y eso había que festejarlo. Bailaron, bebieron y olvidaron.
Cuando se escuchó el repique de campanas ya era tarde. Consuelo vio venir las hordas desde su privilegiado refugio en el campanario y agitó la soga amarrada al badajo. Epifanio Quispe, un niño de doce años, su vecino, la vio y subió corriendo. Serían sesenta entre mestizos y campesinos los que armados con fusiles, hachas y machetes ingresaron circulando el pueblo. Algunos con pasamontañas, otros con la cara descubierta. Según los que investigaron, la incursión era dirigida por un maestro de escuela, un intelectual que escribió cuentos premiados, lo que fue negado por otras fuentes ya que aunque las características físicas eran las mismas, llevaba pasamontañas. Un grupo de treinta, a gritos, reunió a la población en la plaza de armas. El otro grupo perseguía a los que se escondían y huían y buscaban a dirigentes con nombre propio con una lista en la mano.
Hombres, mujeres, algunas embarazadas y niños fueron ubicados cerca de la iglesia. Los hombres fueron obligados a recostarse sobre el suelo siendo asesinados a golpes de hachas y machetes y algunos tiros de gracia a los cuerpos convulsivos. El otro grupo perseguía a los que se escondían y huían, Cuando les tocaba el turno a las mujeres, Epifanio y Consuelo gritaron sobre la supuesta llegada del ejercito. Al escucharlos los subversivos se retiraron del lugar no sin antes disparar a diestra y siniestra. El saldo total de víctimas fue de 18 niños entre 6 meses y 10 años, 8 ancianos, 11 mujeres, algunas embarazadas y 32 adultos lo que hacían la suma de 69 víctimas. Las fuerzas del ejército llegaron cuando ya era demasiado tarde.
EPÍLOGO: El jefe máximo de Sendero Luminoso, quien reconoció la autoría intelectual de la masacre cumple prisión perpetua por este y otros crímenes. Muchos de los mandos fueron apresados, muertos en combate o desaparecidos. Del niño Epifanio nunca se volvió a saber. Consuelo solo sabe tararear y pronunciar a sus 32 años la palabra calesita y ha aprendido a jugar como matan a sus muñecas de trapo.
Basado en hechos reales.
Fuentes: COMISEDH: Comisión de derechos humanos
CVR: Comisión de la verdad y reconciliación.
|