Trazos de vida
Gary Whitaker es hijo del magnate de electrónica de Silicon Valley, desde su graduación con honores de la carrera de finanzas de la Universidad de Yale, renta un estudio donde, además de utilizar como dormitorio, se revelan algunos procedimientos materiales del arte. En un rincón la luz del día impregna los trazos de la tela sujeta al bastidor montado en el caballete.
Dirigir las empresas del padre no fue una opción, su espíritu libre y rebelde resultó un fuerte contrapeso, el mayor obstáculo para renunciar a la administración fue su amor por el arte que sobrepasaba el hábito de un simple pasatiempo; exacerbaba sus sensaciones.
Su padre, incapaz de admitir una negativa, no quiso reconocer la aptitud innata de la verdadera expresión poética en el pincel de Gary y se negó la oportunidad de disfrutar del talento de su hijo, obstaculizándolo a todo acceso al mundo de los grandes pintores del momento.
Gary vive en uno de los últimos reductos de libertad, no es el único, en Laguna Beach, desde tempranas horas se ven copistas de la naturaleza con sus lúcidos pinceles, él es diferente, intenta insuflar con un toque de aliento sus lienzos, no es un copista más.
Su piel bronceada muestra las huellas de tantas horas diarias expuesta al sol, usa el cabello largo perfectamente bruñido y limpio. Es de una inteligencia sobresaliente, sin embargo, tiene una ingenuidad conmovedoramente infantil.
Su vida es un trazo recto y limpio. Por las mañanas, desde muy temprano, se adhiere a un grupo de jóvenes californianos que viajan a Huntington Beach para practicar en forma apasionada y temeraria, el suf. Es hábil con la tabla y se zambulle con singular alegría a surcar una ola tras otra en espera de la más grande. Más tarde de dedica con paciente gozo a pintar mientras curiosos bañistas le observan.
Ayer cambió su rutina, decidió ir con sus compañeros pintores al café donde se reúnen todos ellos con algunos escritores que se pretenden seguidores de la Generación Beat. No lograba permanecer muchas horas en el lugar, le fastidian las pretenciosas y ampulosas conversaciones de los escritores, nunca le han generado confianza, cree que son soberbios y vanidosos.
Regresó a su departamento para iniciar la rutina de mayor estímulo en su vida; aprovechar las últimas claridades del día en que alcanza la máxima inspiración y brota la creatividad. Encendió el reproductor de música para escuchar Carmina Burana, forjó un churro de marihuana y mezcló colores en su paleta para obtener nuevos y originales tonos. Con suaves movimientos de la diestra, impregnó de azul cobalto el lienzo y con el mismo pincel embadurnó con blanco para expresar una salpicadura enorme generada por la colisión de dos olas, como enorme escultura de cristal que brilla con la luz de la alborada.
Se concentró en la imagen de la mujer que observaba el amanecer y descubrió que le faltaba aire en la cabellera, a la anatomía, aunque coloreada con el exacto tono de la carne, le faltaba espacio y profundidad. Intentó modificarla, se desesperó e interrumpió su labor. Subió el volumen del reproductor, encendió su cigarro, esperó a que el alcaloide surtiera efecto, regresó al lienzo y ensayó definidos trazos. No avanzó… Volvió a aspirar un par de veces el grueso cigarro mientras escuchaba el momento de mayor tensión dramática de Carmina Burana, caminó sacudiendo sus manos crispadas de un lado a otro de la habitación y al final se detuvo frente al bastidor. Sujetó la paleta salpicada de colores, cargada de tonalidades, y reinició su trazo con movimientos nerviosos y briosas pinceladas mientras le duraba la inspiración a la luz del día.
Oscureció y caminó rumbo a la ventana, justo para ver cuando el mar engulle el sol. Ya no había tiempo para continuar su labor y se dedicó a ordenar y guardar los materiales. Al día siguiente comenzaría “The Sawdust Art Festival”, buena temporada para vender. Eligió para llevar, una obra que para él tenía el mérito suficiente para competir por el triunfo. Luego, el cansancio lo venció y se durmió, simplemente se durmió.
Hoy es 29 de junio, el festival se inauguraba a las 10:00 a.m. Muy temprano se levantó, obviaría el viaje a Huntington Beach donde surfea. Cargó su equipo de pintura y se encaminó hacia la playa para asegurarse una buena posición en el sitio de la celebración.
Gary es alto, flaco, y nervioso, camina a pasos largos devorando distancia con rapidez, platica consigo mismo mientras realiza ademanes sacudiendo sus brazos enérgicamente. Su sentido de belleza le obliga, mientras cruza la calle, a levantar la escasa basura que el viento no logra arrastrar, no le importa que los estresados automovilistas le reclamen airosos con el sonido del claxon. En el siguiente cruce, mientras esperaba el cambio de luz, arrancó la hierba que contrastaba con la belleza de las flores en los jardines de la Avenida del Faro. Su actitud no es entendida por los transeúntes e incluso puede ser malinterpretada con algún desquiciamiento mental.
La calle Laguna Canyon Road estaba abarrotada de artesanos, escultores y pintores, los había por cientos. Sobresalía uno por su altura y don; Gary. Él no es un pintor, es un artista. Durante el día entonó dos paisajes que prácticamente le arrebataron del caballete. De regreso a casa, feliz y como queriendo compartir el éxito, pensó en su padre.
En ese momento, en una lujosa oficina del Atrium, en el Centro de Negocios de Irvine, éste acababa de cerrar una negociación en la que se le atribuyó el mercado de Control de Sistemas Digitales, en Europa. Fingiendo una satisfacción que estaba lejos de sentir, más el triunfo, le despertó el ansía de poder y ambicionó obtener los mercados de expansión de la India y Brasil. Estaba ansioso y agobiado.
Gary, aún sonriente, sube a brincos juguetones la escalera que conduce a su estudio, llega a tiempo para un nuevo intento con su obra maestra.
Al padre y al hijo los alumbra el mismo cálido sol californiano, comparten la misma sangre, pero sus vidas, antes paralelas, tomaron diferentes rumbos. Porque vivir es una línea, en la que se cambia de dirección, en cada trazo.
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