Había aprendido lo que era la soledad después de haber vivido varios días en el océano. Llevado por las corrientes marinas llegó a la orilla de una isla. Era el único sobreviviente del barco turístico que naufragó al chocar contra un iceberg por culpa del capitán, un verdadero payaso aficionado al alcohol y a las mujeres bellas, que descuidó la ruta provocando la tragedia. Como todo naufrago que se respete, sobrevivió bebiendo el jugo de los cocos que desprendía de las innumerables palmeras que bordeaban la playa de arena blanca. Aquella tarde, cansado de buscar rastros de civilización o de ver pasar un barco, un velero, un catamarán o algo que pudiera rescatarlo, ató el bote salvavidas a uno de los maderos del viejo y estropeado espigón y se recostó sobre la arena siendo arrullado por el canto de una alondra hasta que le venció el sueño.
Al despertar sólo alcanzó a ver las sombras que lo rodeaban.
-Está tan flaco que parece un faquir pero igual va para la olla-parecía decir el caníbal relamiéndose los labios…