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Una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón.
Antonio Machado

Cuando yo era niño tenía patria. Bueno eso creía yo, porque como no había leído La construcción social de la realidad, de Peter Berger y Thomas Luckmann, resulta que me lo creía todo. Me decían tu patria patatín, tu patria patatán y yo iba y me lo creía. Pero como mis maestros eran tan exagerados en sus delirios patrióticos, al final me hicieron dudar de todo y me convirtieron, ay, en un apátrida.

Me inculcaban el amor Patrio. Al principio parecía muy fácil tener una patria y amarla, pero después te dabas cuenta de que no era tan fácil. Me decían que a la patria había que quererla mucho y yo la quería mucho, lo juro. Me decían que había que servirla y yo estaba dispuesto a servirla. Me decían que todo lo que éramos se lo debíamos a la patria y que teníamos que agradecérselo. Yo intentaba agradecérselo, pero —ahí empezaban los problemas— como no podía hablar con ella directamente, porque la patria era algo ¡pssss!, cómo decirlo: simbólico, metafórico, pues me quedaba bastante traumatizado. Resulta que la patria no hablaba. Aquellos maestros ignoraban lo difícil que es la interpretación de las metáforas en la infancia de los niños, sean estos de índole perversa o de índole meliflua. Toda mi educación sentimental estuvo impregnada de ese esperpéntico fervor patriótico, a una patria que era casi como Dios, que estaba por todos sitios, pero una patria muda con la que no podías hablar.

Los maestros decían que había que darlo todo por la patria, “hasta la última gota de tu sangre”. Cuando yo oía esto me acojonaba todo y me asaltaban dudas peripatéticas, “la última gota de tu sangre”. Me imaginaba un cadáver colgando y un enorme charco de sangre debajo y las gotas cayendo, una a una, plop, plop, plop, hasta la última gota. Vamos a ver, ¿para qué me quería a mí la patria muerto? Si me moría ya no podría servirla, ni quererla, ni agradecerle todo lo que había hecho por mí. Nada, muerto. Y como yo, el resto, porque todos teníamos que dar hasta la última gota. La patria se quedaba sin nadie, todos morían desangrados por ella y un paisaje apocalíptico se dibujaba en mi tierna imaginación de infante patriótico. Una patria vacía, ¡vaya patria! Una patria que era un cementerio. Pero bueno, ahí no terminaba la cosa, en el hipotético caso de que diéramos nuestra sangre ¿cómo sabía uno que había dado hasta la última gota? Estarías exangüe, desmayado, muerto ¿no? ¿Cuándo termina de salir toda la sangre? ¿Cuándo escurre la última gota? Era algo incomprensible la obsesión por quedarse sin sangre, además, técnicamente muy complicada, porque no era un poco de sangre lo que tenías que dar, sino “hasta la última gota”. Así no me extraña que yo oyera voces por la noche: “¡Sangre, sangre, queremos tu sangre!”. ¿Qué era entonces la patria, un Moloc sanguinario que se alimentaba de ese humor rojo que circula por cuerpo de los niños? ¿un vampiro? ¿un chupacabras? Terrible ¿no?

Luego me enteré de que la patria había que defenderla de un montón de enemigos. La patria estaba rodeada de enemigos que querían destruirla. Y, lo peor de todo, había muchos lobos disfrazados de ovejas dentro del redil. Había malos españoles: judíos taimados que llevaban el estigma de haber matado a Cristo; marxistas, cuya única patria era Rusia; oscuros masones que tenía la conspiración inscrita en el código genético… Ninguno de ellos quería a la patria. Eran enemigos. Yo los odiaba sin conocerlos. Un odio profundo, puro, sin concesiones. Un odio entero, de pies a cabeza. Y, sobre todo, estaban los enemigos exteriores, nebulosos, taimados, seres horrendos, monstruos antipatriotas. Contra todos había que luchar… Resultaba entonces que la patria tenía un montón de enemigos, pero un montón. ¿De dónde salían tantos enemigos? ¿Por qué queríamos nosotros tanto a la patria y por ahí nadie la quería? La construcción del enemigo, ¡eso sí que tenía enjundia! La construcción del enemigo en nuestras mentes era una auténtica perversión. Querían hacer de mí un monstruo asesino. Recuerdo que con las vocecitas blancas cantábamos: “Nuestra España gloriosa, nuevamente ha de ser la nación poderosa que jamás dejó de vencer”… Es decir, que jamás dejó de matar. Había que odiar al enemigo, perseguirlo hasta los confines del universo. ¿Usted quiere que yo mate, señor maestro? Dígamelo de verdad ¿Y el cuarto mandamiento? ¿Qué pasa con el cuarto mandamiento que ordenaba taxativamente no matar? Resulta que yo no sabía que había excepciones al cuarto mandamiento… Y entonces se mezclaba la patria con Dios y la muerte, siempre la muerte. Y seguíamos cantando: “Por Dios, por la Patria y el Rey, murieron nuestros padre. Por Dios, por la Patria y el Rey, moriremos nosotros también”.

Mis maestros, como he dicho hasta el aburrimiento, eran insufribles y fervorosos patriotas y cristianos a machamartillo y decía más cosas de patria. Decían que la patria era como la madre, la madre patria. Y yo me quedaba más bien patidifuso y pensativo, la madre patria, la madre patria… Aquello no encajaba, porque yo veía las asentaderas descomunales de mi madre, —que, todo sea dicho con la mayor discreción, carecía la buena señora de un sentido estricto del pudor y se paseaba en bragas y sostén por toda la casa—, y me costaba mucho imaginarme el culo de la patria o las tetas de la patria. La patria no podía ser mi madre que era toda mullida y tetuda, de formas oblongas y generosas. Así que yo me negaba a creer en las cualidades maternales de la patria, convirtiéndome en un patriota huérfano, desgarrado, desmadrado. Yo iba y les decía a aquellos desalmados maestros míos, que hasta ahí podríamos llegar. Que la patria podría ser mi tía, mi abuela, cualquiera de mis primas, pero no mi madre. Y que yo me conformaba con ser un entenado de la patria, pero no su hijo.

El colmo fue cuando mis maestros dijeron que “ser español era una de las cosas más serias que se podía ser en esta vida” (sic). ¡Demónios —decía yo confundido en mi fuero interno para no abrir el pico—, pero si a mí no me preguntaron si quería ser marroquí, o vietnamita o neozelandés. No, no señor, no me lo preguntaron. A lo mejor si me lo llegan a preguntar, les hubiera dicho que bueno, que lo que usted mande, que como ser español es una cosa tan seria, pues venga, vale, español… Pero no fue así, lo juro, y además quiero que quede bien claro: nadie-me-dijo-nada-de-nada. Me trajeron aquí y me pusieron a cantar el “Caralsol”. Eso sí, me trajeron en una cesta de flores y se la entregaron a mi madre en el número 22 de la calle del Consistorio de San Cristobal de Estrafalaria, el día 24 de diciembre de 1955, a las tres de la madrugada —¡vaya día y vaya hora de llevar un regalo de esa naturaleza a una familia numerosa ya de por sí y patriótica!—. Después, de mayor, me enteré que los niños no venían exactamente en cestas de flores, sino que venían de París, directamente, por distintos medios de transporte. ¡Menudo chollo etnocéntrico se tenían montado los gabachos con eso de fabricar todos niños del mundo!

.......... A mí me tenían que haber enseñado a querer a la patria de otra manera. ¡Si hubiera tenido la oportunidad de leer a Luckmann y Berger!, como les decía al principio, me hubiera dado cuenta de que en el fondo me importaba un pepino la patria. Lo que yo verdaderamente amaba en mi infancia era mi barrio, mi calle y mis amigos. Esa era mi única patria.

JUAN YANES

Texto agregado el 23-11-2012, y leído por 138 visitantes. (0 votos)


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