Se sobresaltó y se despertó en la oscuridad. Estaba tumbando en el suelo, sobre un montón de paja maloliente, rodeado de sus propios excrementos y muerto de hambre.
Hacía mucho que había dejado de compartir celda, pues su compañero sufrió una leve caída desde el cadalso en el que le ejecutaron, y no tardó en sentirse solo. Con alguien con quien hablar el tiempo se hacía más ameno y era más fácil soportar aquella oscuridad inmensa que le rodeaba, pero estando solo… Era diferente.
Días y noches eran iguales para él, siempre dormitando o dando pequeños paseos dentro de la celda para volver a notar las piernas, solo hacía movimientos rápidos cuando le traían la comida, según le parecía a él, una vez al mes. Comida que devoraba con rapidez y se volvía a sumir en la oscuridad después de haber disfrutado su ración de pan duro y agua sucia.
Nunca pensó que acabaría condenado a estar en una celda hasta el final de sus días, para él, un salteador de caminos, acostumbrado a vagar libremente por donde le apetecía, estar condenado a estar encerrado en un cuartucho minúsculo sin la luz del sol era el peor castigo que podía imaginar.
Siempre estaba pensando y siempre estaba ideando planes nuevos con los que poder escapar de aquella prisión, en la que acabó por intentar atracar a quien no debía. Cuando no estaba pensando un modo de escapar, estaba diseñando una táctica nueva para cazar la rata más gorda entre las muchas que le acompañaban en su habitación sin luz ni futuro.
Otros días simplemente lloraba. Desde lo que el imaginaba que era el amanecer hasta la llegada del ocaso, lloraba, suplicando clemencia, pidiendo perdón y asegurando que no volvería a repetir sus actos una vez se encontrase de nuevo en libertad. Pero sus súplicas no hallaron oído que las escuchase, ni corazón que se conmoviese con el tono lastimero de su voz.
Le trataban peor que a un perro, aunque, desde el día que sacaron a su compañero de la celda para ahorcarle, no volvió a ver un solo guarda, pero apenas le daban de comer, apenas le daban de beber y desde luego, no podía ver.
En sus felices años de salteador, se había reído de todas las historias que contaban sobre los encuentros entre delincuentes y el señor regente de esos terrenos del reino. Creyó que el nunca vería el castillo por dentro, que nunca acabaría enjaulado y desde luego, siempre estuvo convencido de que aunque le apresaran sería capaz de escapar con su gran ingenio.
Lamentablemente para él, nunca fue capaz de escapar. Pasó tanto tiempo ahí abajo que acabó odiándose a si mismo, desarrollo una especie de doble personalidad para no sentirse tan solo y poco a poco comenzó a odiar aquello que el mismo había creado, y cada vez tenía más hambre.
Las ratas ya no se le acercaban después de haber matado a tantas para comérselas. La cantidad de comida que le pasaban los carceleros no era suficiente para mantener a las dos personas que en el habitaban, su ego de siempre y el nuevo e impertinente inquilino que el mismo había imaginado para aplacar una soledad y una oscuridad que serían imposibles de evitar.
Y así, en esas condiciones esperó. Su aspecto era totalmente horrible, un esqueleto forrado en una piel seca y sobrante, ya que era demasiada para los músculos que tenía que cubrir ahora, si es que le quedaba alguno. Era un suspiro del hombre que en el pasado había inspirado el temor en los viajeros que pasaban cerca de aquel bosque, un simple recuerdo a punto de ser olvidado para siempre en aquel antro.
Así terminó sus días, discutiendo con su segunda personalidad, flaco, quebradizo, hambriento y ciego, sin más compañía que su propia voz quebrada por la sequedad de su garganta.
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