La tarde se acercaba a paso raudo por entre los cerros, como queriendo gritar su presencia con sus sombras recortadas y su fría y repentina presencia.

No me habría dado cuenta del término del día si los grillos no me hubieran alertado con su canto incesante, si los pájaros no me hubieran cantado su última canción de la jornada.

¿Como no amar esa hora de penumbra entre el ocaso y la noche?
Todo pareciera más nítido y delineado en aquel paraje campestre.

Todos los exuberantes sonidos de la ciudad se escuchan lejanos o ¿será mi oído que los imagina distantes?

Ya no importa mucho, tengo que regresar a las fauces de la selva de cemento. Ya la luz del astro rey me abandonó y la luna no brilla sobre el cielo estrellado.

El frío de la noche cala mis huesos mientras abandono el lugar y viajo a refugiarme en los faros de una ciudad aletargada por los pasos de miles de seres humanos que la amedrentan con sus preocupaciones.