LA LOCA MARÍA…
Al igual que en los cuentos: había una vez un lugar pequeño, muy distante de los demás lugares del mundo llamado Loja, en donde se creía que la luna tierna perturbaba la cabeza de algunos chazos del lugar, secándoles el mate y volviéndolos locos.
Hago memoria de esta creencia de los tiempos de mi infancia, porque ahora ni en Loja ni en ninguna otra parte del mundo hay locos. Pueden haber psicópatas, bipolares, histéricos, irritables, compulsivos, estresados... pero loco, lo que se dice loco, ya no hay, y si alguno queda, a lo mucho se lo llama demente.
En esta Loja de antaño vivía una mujer que la recordamos como la Loca María; la infeliz había perdido el juicio, estaba loca, loquita de remate.
Todos los días del Señor y bien de mañanita, de lunes a domingo, oía misa de seis en San Francisco y después se paseaba y daba vueltas por el portal de la catedral. La bulla del centro de la ciudad, el ajetreo de sus habitantes que por esos sitios suben y bajan a prisa, los pitos de los carros, los muchachos bullangueros que iban en jolgorio a sus escuelas, le ponían los nervios de punta a la pobre chiflada que se volvía más loca y trastornada.
-¡Loca María…!-, gritaba alguien, y empezaba el espectáculo.
-¡Loca María…!-, le gritaban los muchachos. Y la sacaban de quicio. Alzaba el garrote, que siempre llevaba en la mano y, como palo de ciego, daba a diestra y siniestra, al que le caiga.
-¡Loca María…!-. La pobre loca, fuera de sí, mentaba de mala manera a la madre y a toda la parentela de los que se burlaban de ella.
-¡Loca María…! ¡Loca María…!-, le gritaban a coro los niños.
-¡Loca María…!-, le gritaban también los jóvenes y los viejos, solo para provocarla y hacerse corretear y luego esquivar los garrotazos. Algunos no se libraron y recibieron uno que otro “recuerdo” que la loca se lo estampó con fuerza en el lomo, quitándoles las ganas de gritarle barbaridades que la sacaban de sus casillas.
Con unos ojos pequeños pero bien abiertos y que le bailaban como buscando algo y desconfiando de todo; flaca, huesuda, empezando a ser vieja, pero muy fuerte; siempre con un palo en una de sus manos; y en la otra un canastito de mimbre lleno de estampas y medallas; el cabello peinado con raya en medio y dos trencitas delgadas, una a cada lado; falda larga y un saco de hombre que le quedaba flojo; debajo llevaba un suéter de lana, y otro más, tal vez para escaparse del frío.
De vez en cuando la veíamos sentada en las bancas del parque. Ensimismada, indefensa, inmersa en su mundo de relojes sin horas, de momentos sin tiempo, de ideas que salen disparadas como saetas. Un mundo que para los demás es extraño. La veíamos mirando hacia abajo, escarbando el suelo con su palo, sería buscando la cordura que creía haberla perdido alguna vez. Otras veces la veíamos mirando hacia arriba como recordando algo lejano y querido, tal vez. También la veíamos así como filosofando, hablando sola, riéndose de sí misma, diciendo oraciones, palabrotas y maldiciones a los porfiados.
Nadie hasta hoy ha podido descifrar el misterio de la Loca María ¿celos, venganza, odio, alucinaciones, tormentos, amor, dolor…? ¿Qué le consumió el seso y la volvió loca a esta mujer? ¿De dónde vino y cómo se fue…? Tampoco lo sabe nadie. Lo que sí sabemos es que la Loca María seguirá por siempre su peregrinar por las calles de mi ciudad, en la búsqueda de ese algo que todos sin excepción buscamos con locura y hasta el límite de nuestras fuerzas…
Hay quienes aseguran que cualquier día en los portales de la catedral de Loja se ve su figura enjuta y se escucha su voz chillona ¿Será verdad? ¿O será que ya nos contagió su locura...?
Zoila Isabel Loyola Román
ziloyola@utpl.edu.ec
Loja 18 de noviembre de 2012
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