Esquizofrenia de Melancolía
Bastó que Ernesto cerrara los ojos para que cuando los abriera, se sintiera completamente desorientado. Una angustia atemorizante lo invadió, cortándole la respiración.
Volvió a cerrar los ojos y a penas despertó de aquel pestañeo, no veía sino sólo imágenes difusas. Sintió que se desmayaba, pero no alcanzó a caer cuando despertó dentro de una extraña ilusión.
A pesar de caminar entre cientos de personas, Ernesto creía estar solo a los pies de una larguísima escalera. La gente lo empujaba sin cesar y él impávido, creía estar solo.
De pronto, a angustia fue tan grande que rompió en un llanto largo, quasi eterno porque no podía desaparecer ese sentimiento de melancolía que había surgido producto de esa visión.
Después de tantos años había vuelto a su ciudad y no lo podía creer. Todo para él era una constante ilusión. Pero su Valparaíso de siempre, lo estaba esperando desde el día en que decidió marcharse.
Y ahora, estaba de vuelta para llorar tranquilo en alguno de sus rincones ¡cuánto lo echaba de menos!
De pronto despertó y vio cuánta gente lo rodeaba, y se dio cuenta de que no había ninguna escalera. Decidió buscarla y corriendo con todas sus fuerzas, fue por la subida Urriola hasta esa escalera que entre pinturas y extrañas vueltas, conducen al pasaje Yugoslavo.
De a poco, comenzó a mirar el espacio con gran dolor y se sentó en uno de sus recovecos. Se sintió tan solo y a la vez tan traidor con “sus rincones” que un día decidió abandonar en busca de una mejor vida que jamás encontró… Tapó su cara y comenzó a llorar como un chico de 6 años, a pesar de sus treinta y tantos…
Simplemente ya nada valía la pena. Sólo su recuerdo de un lápiz sobre un papel, sentado en un cerro, casi escondido en una de esas largas escaleras como en la que ahora se encontraba para desparramar su sentir en una libreta.
A veces se paraba y buscaba escondido el mar y sólo en esos momentos sentía que había algo que valía la pena. Pero era una alegría tan momentánea que a penas lograba despertar, se sentía aún más triste…
¡Ya no más por favor!, gritó. Su eco se sintió más de lo que el hubiera querido, pero ya era tarde. Lentamente metió la mano en su bolsillo y sacó un frasco de pastillas. No lo pensó dos veces y se las tragó.
Tardó un tiempo en que quedara inconsciente y otro tanto en que algunos de quienes escucharon su grito, llegaran al lugar. Ya era tarde…
Ernesto ya se desprendía de su cuerpo para comenzar el rumbo de las almas en pena, y su libreta… ya había dejado al viento su testimonio de vida que buscaban un mejor destino, quizás en otra alma similar que en algún punto de la ciudad recibiría el mensaje de quien con sus palabras daría más ganas de vivir, que las que él mismo tuvo algún día.
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