Vivian en La Mesa, una vereda de un pueblecito del Quindío. Tenían una finca tan falduda que había que medirla con plomada, se sembraba el maíz con resortera y se recolectaba con loras. Un día le resultó comprador para la tierra y la vendió. Se fue a vivir al pueblo y luego se enteró que la quebrada se creció y toda la finca se deslizó y cayó a lo profundo del cañón.
Eliécer era un hombre de unos 60 años y analfabeto. No había pasado nunca por la escuela. Tenía una particularidad muy grande era médium. Por días se desnudaba, se envolvía en una sábana y con papel y lápiz se dedicaba días enteros a escribir lo que le dictaban. Pasado el trance no daba razón de lo que había hecho ni mucho menos ponerse a leer lo que había escrito. Escribía, en trance, con una letra Palmer preciosa similar a la que tienen los ancianos cultos, toda llena de bellos arabescos.
Lo de médium no era mera postura o presunción, debía ser auténtico porque a una señora se le mató un niño en un accidente con un arma de fuego y la señora vivía inconsolable. Cierto día, Eliécer llegó con una carta para la citada señora. El hijo fallecido le había escrito. Le decía que no llorara más, que le vendría otro hijo a quien ella le pondría Manuel y que él llenaría el vacío dejado. La madre leyó la carta y con desconfianza saco los cuadernos que llevaba el niño en la escuela, comparó la letra y…¡ La misma! ¡Tal como decía la carta nació otro niño, igualitico al otro y también se llamó Manuel!
Melba era una señora familiar de Eliécer y fanática lectora de las novelas que escribía Eliécer. De allí sacó los nombres de Hiderman, Mortimer y Meisy para 3 de sus hijos. Historias como estas se contaban todo el tiempo de Eliécer.