Despierto. Un concierto disonante de bombos, cánticos y aplausos, quiebra con brusquedad todo intento por sostener una práctica de sueño. Mañana del 4 de agosto. Afuera, la soberbia de una Buenos Aires que se sabe célebre marchita su orgullo a manos de una nueva marcha piquetera.
Así, y de acuerdo a un método de protesta inaugurado en la Argentina durante la primera mitad de 1997, cientos de personas se movilizan, conformando una columna vestida de estandartes y plegarias, por la zona céntrica de la ciudad; todo en pos de obtener, aunque a muchos no les parezca, un mañana posible y, de concretarse, una vida mejor. Y esto por encima de posturas institucionales debido a que, hay que reconocerlo, en este país los partidos políticos continúan con su prédica incesante de privilegios desiguales y beneficios elitistas. “Vivimos en un tiempo donde las ideologías han muerto”, me sugirió, alguna vez, un pensador no vidente. La respuesta es no: sólo perecieron algunas. Y triunfó una sola: la dimensión capitalista que, astuta, pugna todo el tiempo por ocultar y suavizar su descarnado predominio.
Mientras tanto, en la calle, el desfile continúa. Algunas de las banderas esgrimidas exigen una distribución más equitativa de la riqueza; otras, trabajo y seguridad. “Ahí van los zurdos”, pensará de seguro algún oligarca ignorante de todo atisbo de hambre. Al mismo tiempo, un cartel reclama una mayor participación política por parte de las clases relegadas. “Hay que deportar a los anarquistas”, meditará, en ese instante, algún conservador memorioso y siempre enamorado, pese al avance de los siglos, de aquellas épocas en las cuales el exterminio de todo pensamiento distinto cobraba, sin demasiada reflexión, la forma de una política sistemática de Estado. Esto es obvio: siempre habrá quien justifique todo lo que actualmente sucede: son aquellos que aún se ven beneficiados por el orden actual.
“Manipulación política”. “Son unos analfabetos y están todos comprados”. “No les interesa trabajar: quieren vivir prendidos de la teta del gobierno”. Mucho se piensa y categoriza, pero es muy poco lo que realmente se modifica... Pero ahí van ellos. Tal vez comprados, quizás manipulados, probablemente analfabetos: ahí van. Y llevan con ellos a sus hijos hambrientos, sus ancianos desposeídos, y sus adolescentes despojados de todo porvenir. Entre gritos, baile y bombas de estruendo, los piqueteros avanzan.
Alguien ha matado a las ideologías, pero ha sido una de ellas la que adoptó el rol de perfecta asesina. Ha enterrado cuerpos en cal viva, silenciado posturas críticas y apuñalado espíritus humanistas; todo a fuerza de una polarización de las ganancias, el desempleo, la inseguridad y la destrucción de la educación y la salud pública. Pero no ha podido acabar con todo. Allí, fuera de las cuatro paredes que conforman la precariedad de mi actual despertar, un ciempiés rebelde, cuestionado como todas aquellas acciones que distinguen a los oprimidos, somete al pavimento porteño en búsqueda de una respuesta.
Para fortuna de todos, esta columna de hambrientos, integrada por personas y no por estadísticas, lejos está de detenerse en la Argentina. Y esto porque hay algunos que nunca olvidan, pese a las privaciones, que la historia es un antojo creativo de los hombres y jamás, por más que otros lo intenten, la voluntad arbitraria de apenas un limitado sistema de vida.
Patricio Eleisegui
El_Galo
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