La tierra amaneció muda, inmóvil, deshabitada. Como primitiva. Justo allí despertó asombrado. Miró alrededor una y otra vez queriendo buscar la salida a un sueño que no parecía cumplir algún deseo. Se paró lentamente y divisó con mayor detenimiento la inmensidad del mundo que ahora era enteramente suyo. Sus pasos desfilaron lentos. Sus ojos: sumergidos en la profundidad del horizonte indómito que también lo miraba, ahí nomás, a un metro o a una vida de distancia. No comprendía por qué no se paraba, no corría, no gritaba. No comprendía por qué no respondía al anhelo de despertar que, poco a poco, iba desapareciendo como por efecto de la resignación. Sólo estaba allí, actuando por la inercia que lo comandaba, a él y a todo el espacio. Sólo una casi conciencia en la infinitud, que lo encontraba errando en su no lugar.
Ella aún no había despertado. Venía andando desde los comienzos del tiempo. Iba a su encuentro y apuro no tenía. Caminaba en un ritmo algo menor al moderado y, a sus espaladas, una estela de coloridas mariposas regaban su rastro por si aquél y por si acaso. Sus marchas tenían la conexión aguardada.
Él a cada paso descubría descubriéndose.
Cada uno emprendió el recorrido desde dos puntos que conectaban el vasto paisaje en su total anchura. Esa mañana sin alarmas ni disfraces, decidieron sin decidir saltar el abismo de la distancia y la costumbre, para poder unirse allí en donde lo más inhóspito los presagiaba sonrientes. Ella, como siempre, lo descubrió primero. Él debió darse cuenta que había sido descubierto para poder al menos mirarla. Asimismo, sin timidez, arrojó uno de sus largos brazos para enroscarlo en su cuello que, como si el destino le hubiese anticipado una pista, lo esperaba al desnudo, sin lazos, ni bufandas, ni cadenas. Sonrió, lo miró a los ojos y se dejó abrazar mientras envolvía la cálida sensación de un té en la ventana de un paisaje llovido. Un acto simple. Un halo de sinceridad absoluta fue testigo y protagonista del momento más vivo de sus mundos infértiles. El choque de sus pechos fue bestial, y el estruendo del abrazo vibró hasta permanecer transformado en el eco que sólo moriría junto a la tierra extinta. Se soltaron, se volvieron a mirar y siguieron caminando el largo trayecto que les quedaba por cumplir con quién sabe qué cosa. Ya no marchan solos. Han conocido la amistad.
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