Las mujeres que paseaban por la Avenida Nevsky eran tan extraordinariamente bellas y misteriosas, tan esbeltas, tan sofisticadas, que tengo fundadas sospechas de que yo estuviera allí, cuando pasaban envueltas en sus largos trajes ajustados de lino, encaramadas en zapatos altísimos de finos tacones, andando con ligeras y arrogantes zancadas y dejando balancear su pelo al ritmo de esa aérea forma de caminar, pues en el hipotético caso de que yo hubiera presenciado ese espectáculo, no habría podido resistir la belleza de los movimientos de esos magníficos cuerpos que parecían flotar, aunque, a lo mejor, no era su pelo el que se mecía, sino las cintas de seda con las que graciosamente lo prendían y, a lo mejor, no eran tan bellas sino que yo las he idealizado en un sueño porque acabo de leer Ana Karenina y algunos poemas de amor de Sergei Esenin que paseaba por esta calle antes de suicidarse, mientras seguía viendo pasar a esas jóvenes hermosas de cabellos como hilos de oro y de ojos grises de tristísimas tonalidades, tan hermosas que me parece imposible que existan criaturas así, caminando altivas por esta avenida hasta llegar a las orillas del Neva, donde se desvanecen en sus álgidas aguas para aparecer como figuras espectrales, de colores violáceos, en la otra orilla, con los párpados rojos vueltos del revés, famélicas, ateridas de frio, con el vestido lleno de girones y una sutil rigidez en su figura —todavía hermosa—, como si regresaran torturadas de algún pasado en la memoria de millones de inocentes sitiados por la muerte.

JUAN YANES