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La tía Yaiza era de guayaba. Yo sabía que había llegado porque dejaba un rastro de dulzor por los pasillos. Alta y flaca como un pírgano, atravesaba el aire con el aroma de las frutas. La tía Yaiza, decía mi madre, tiene tres guayaberos en el patio de su casa que son un primor.
La tía Yaiza era de suspiros. Suspiros largos, eternos. Yo le preguntaba de dónde le salían y cómo había aprendido a suspirar. Decía que del fondo del alma y que no se aprendía, sino que era la vida. Tu tía Yaiza, resoplaba mi madre, tiene muchos pajaritos en la cabeza.
La tía Yaiza decía que yo era su niño bonito y me abrazaba y me regalaba melcochas y me daba besos y me apretaba contra su pecho. La tía Yaiza no tenía hijos. Tu tía Yaiza, decía mi madre, no tuvo hijos sino penas. A partir de entonces empezó a suspirar y asuspirar.
La tía Yaiza se quedó viuda y dejó de hacerme caricias y de darme besos. La tía Yaiza, dejó de hablar y de oler a guayaba. Llebaba siempre en los brazos una muñeca de trapo. Tu tía Yaiza, decía mi madre, nunca debió alongarse tanto por aquella ventana.
JUAN YANES |
Texto agregado el 13-11-2012, y leído por 109
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