A veces pienso que el nunca haber amado es un pecado, una falta de respeto al ser mismo. Entonces me consuela que la imposibilidad de concretar el amor, con ese llanto desesperadamente atragantado, es razón suficiente como para no merecerlo.
Este no es un grito de ayuda, no es un pedido de limosna ni una misericordia románica. Esto es el amor. La belleza y felicidad mutada en una extraña comodidad en un mundo de incomodidades físicas, en donde las miradas pesan y las risas se escuchan con eco. Es el cálido y soberano agradecimiento de poder compartir un ínfimo tiempo chasquido añorando a la nada, en borrón y cuenta nueva. Es el infinito pensamiento concatenándose en razones y suposiciones, que se rebalsan ahí nomás, luego del adiós.
Pensar que antes no tenías ni eso hace que el sufrimiento se sane así mismo, sin sentido ni dirección, pero siempre a sí mismo. Es un lujo digno de llorar.

Seguir así sintiendo hasta el “Gracias” final, que así como un servicio que cumple su labor, se marcha y no se lo vuelve a ver hasta que las goteras empiecen a ceder de nuevo.