I
Quiere recordar. Saborear la memoria del tacto, de los olores. Masticarla. La memoria primera de la sangre, tan remota. La sangre del parto, la sangre menstrual. La sangre de las criaturas degolladas para comer. Memoria en rojo de la sangre del cerdo manando desde la yugular al barreño que mueven hábiles manos para que no cuaje, entre estertores y gritos primitivos que se suceden como un rito. Esa sangre hirviente, pegajosa, viva. Memoria de la infancia encaramada en la ventana escrutadora del matadero municipal. Eso es lo que recuerda.
II
Ahora mete la mano, aún mojada, en el agujero en el que habitan recuerdos y formas vagas, para asirlos por las greñas como si fueran oscuros animales evanescentes. Lo hace con miedo. Él sabe que nadie se toca, que está prohibido, es un tabú. Él sabe que cerramos la puerta para que nadie nos agarre de improviso, que pedimos perdón cuando nos rozamos. Él recuerda el tacto consentido, la frescura de sus pechos. Los busca, nuevamente, pero se han desvanecido. Sí puede tocar otras cosas: el sonido de la guadaña segando la hierba; el movimiento preciso de las manos; la luz cortada por la hoja metálica que brilla. El sonido de la aguzadera afilándola.
III
Recuerda el olor azul de los campos de Grasse, subiendo de Antibes hacia el interior de Occitania, con los ojos manchados por las hileras interminables de lavanda. Aquella combustión empalagosa de perfumes. Eso es lo que recuerda. Recuerda el farallón del Mont Sainte-Victoire, también azul, pintado por Cézanne. Recuerda la luz, la implacable luz del Midi en agosto pasando el Ródano en una barcaza, el laberinto de caminos y cañaverales de la Camarga y aquellos paisanos embrutecidos que se reían de nostros.
IV
Hay imágenes, casi intactas, que vienen de una memoria idealizada de la infancia, tantas veces visitada y, sin embargo, remota. Su madre, de rodillas con una vela en la mano, avanza penosamente por el pasillo central de una iglesia hasta llegar a los pies de un Cristo oscuro, amarillo, que se retuerce de dolor clavado en una cruz. Un intenso olor a cera y, en la penumbra colgados de las paredes, cientos de exvotos en forma de pies, manos, torsos, cabezas, orejas, caderas, ojos… gastados por el tiempo y llenos de pesadumbre.
V
Niños descalzos. Eso es lo que recuerda. Sabor a tierra amasada con los dedos. El abuelo enloquecido persiguiéndolo por la casa para matarlo. Olor a tierra caliente, recién abierta, atravesada de infinitas galerías de lombrices. Los pantalones cortos con tirantes. Las portentosas figuras de hierro del Chillida Leku, El peine de los vientos, La sirena varada. Los dedos buscando el bulbo de las papas. El golpe certero en la nuca de los conejos y el hilillo de sangre que bajaba por la nariz. Olor a pan recién horneado de la panadería de Pedro Patita. El sonido del mazo contra las cuñas que parten la madera. Los majestuosos robles del Valle del Lozoya por donde paseaba Antonio Machado y los de la Institución Libre de Enseñanza. La imagen del Tío Guarapo vendiendo dátiles en una lata por la ciudad. El mar de nata, las olas gigantescas y él, tiritando envuelto en una toalla. Los campos de girasoles de Andalucía. El teatrillo de la mina de la Camocha. Toda la noche bailando. El silbido del padre de los Rubenes, que los llamaba como si fueran perros. Las manos artríticas de Ingemar pintando y su barba roja. La areola negra de los pechos de su madre cuando daba de mamar. El Confiteor Deo omnipotenti. La mirada hosca del hombre del carro de la basura, pegándole sin piedad a las mulas. Los monos enjaulados del parque tocándose los genitales. El gofio con leche caliente que tomaba por las mañanas. Julito desmayándose 17 veces en comisaría, con el riñón partido por los golpes de la policía política. El primer beso que le dio a la Kollontay. La sensación del limo entre los dedos de los pies en los remansos del Guadarrama. La bisabuela con su atillo de ropa y su escupidera de peltre andando por la calle. El corazón dislocado de una liebre cazada con las manos. El estiércol esparcido con el bieldo de dientes de hierro, como un tridente infernal. La gente con maletas de madera atadas con una liña. La montaña donde subían él y Fernando a tirar la cometa. Los tentáculos de la noche moviendo las cortinas. La mujer que ama, sus ojos verdeazulados, su jadeo, su cintura. Eso es lo que recuerda.
VI
Recuerda como quien tira de la punta de un ovillo. Es feliz. Las pobres imágenes de la memoria que vienen envueltas en el orden del caos, que se superponen como si fueran estratos dislocados por la presión telúrica, son sus imágenes, sus recuerdos. Bultos, signos, serpentinas, sutiles indicaciones, señales. Memoria mutante pero suya, única. Memoria que llena los espacios en blanco, ocupados hoy por el silencio.
Nadie se la puede arrebatar, hasta que se da cuenta de que son recuerdos prestados. Es huerfano, vivió en un hospicio. No conoce mujer. No son sus recuerdos. Los ha leído en algún sitio.
JUAN YANES |