Tengo un perro con problemas. O sea, tengo un problema. Bueno, tengo varios problemas. Aunque resulte redundante, he de confesarles que mi perro era un cínico. Digo era, porque hoy, precisamente hoy, se ha producido un cambio radical en su personalidad.
Mi perro, el cínico, era un perro disoluto. Me duele decirlo, pero es verdad. Una especie de librepensador del tres al cuarto, aunque ya, después de estar conmigo tanto tiempo, me había acostumbrado a sus manías libertinas y a su desenfrenada manera de entender el oficio de vivir.
Creo que lo mejor es que empiece hablando de cómo era mi perro antes. Mi perro, contravenía todas las normas y códigos morales que se le ponían por delante y se reía de las formas establecidas de buena educación y de cualquier tipo de convención social. Yo, me esforzaba, con dedicación y esmero, a inculcárselas, pero me fui dando cuenta, poco a poco, que era una tarea imposible. Llegó un momento que sospeché, no sin fundamento, que mantenía en su fuero interno profundas convicciones antisistema, como si le molestara vivir en sociedad, en esta sociedad. No sé, una especie de radicalismo anticapitalista impropio de su especie.
Déjenme que se los presente. Mi perro es un chucho callejero que se llama Esteban y que no levanta dos palmos del suelo. No tiene una raza propiamente dicha, sino que es, más bien, una síntesis del mestizaje y la promiscuidad. No se trata, por tanto, de un perro espectacular, qué se yo, un alano, o un majestuoso mastín napolitano, pero es mi perro, un chucho miserable que me hace compañía. Tendré que ser un poco más explícito para que entiendan por qué lo censuro y lo tildo de crápula y tarambana, por lo que me veré en la tesitura de descender a algunos detalles un tanto escabrosos. Ahora que lo pienso, ¡qué incontinencia tan pertinaz la de mi perro! Esteban, era víctima de su propia ignorancia y de sus instintos. Un ser rudimentario y procaz.
Empezaré con el turbio asunto de las necesidades fisiológicas. El mundo era un retrete para Esteban, así de claro. Como si de su mingitorio particular se tratase, había adquirido la fea costumbre de hacer sus necesidades en la puerta principal del Banco de Santander y en la mismísima entrada del Ministerio de Hacienda. Yo tenía que contemplar ese espectáculo diariamente, tirando de la correa y haciendo el ridículo más lamentable. Y él, tan campante, haciéndolo todo con una desfachatez que ustedes no se pueden ni imaginar. Lo más humillante era la escena del cartucho, que ocurría justamente después de la deposición, teniendo que recoger las inmundicias que, el muy cínico, dejaba detrás. Una escena patética, para una persona, como yo, que ha hecho del decoro y la urbanidad uno de sus principios vitales.
Traté, por todos los medios, de convencerle de que los sitios que había elegido para hacer sus labores excrementicias no eran, precisamente, los más adecuados. Le expliqué por activa y por pasiva que esas, eran instituciones respetables, comprometidas con el progreso de la sociedad y el bienestar. Pues nada. Sólo lo hacía allí: puerta principal de la Delegación de Hacienda y Banco de Santander. Si no lo hacía allí, retenía sus necesidades escatológicas y se le producía un retraso en el curso del contenido intestinal, o lo que es peor, una obstrucción intestinal aguda que el veterinario llamaba “impacción fecal”. Un drama cuyo tratamiento me costaba un ojo de la cara. Yo le decía, ¿pero por qué lo haces ahí, precisamente ahí, no te da igual hacerlo en otro sitio? Y me respondía que no, que lo hacía allí, por convicción, por una cuestión de principios. ¿Principios? si tú no tienes principios. Y comenzaba una discusión interminable.
Capítulo aparte merece lo relativo al desenfreno carnal. Se dedicaba sistemáticamente a perseguir a todas las perras en celo de la vecindad, con una desfachatez increíble. Desde que yo tenía el más leve descuido, me lo encontraba haciendo el concúbito, públicamente, con la primera perra que se cruzaba en su camino. Era un perro radicalmente desvergonzado, vamos. Yo trataba de explicarle que era natural que sintiera esos impulsos repentinos, pero que debía aprender a controlarlos y le citaba los versos del Arcipreste de Hita, en el Libro del Buen Amor, para que viera cómo planteaban el asunto las personas sensatas: "Como dice Aristóteles, cosa es verdadera:/ El mundo por dos cosas trabaja: la primera/ por haber mantenencia; la segunda cosa era/ por haber ayuntamiento con hembra placentera". Nada, como si oyera llover. Esas citas cultas creo que excitaban aún más su libido. Además, abominaba del Estagirita. Yo, sólo leo a los presocráticos, me dijo una vez. Se las daba de cínico, el muy cínico.
Como veía que por ese lado no tenía nada que hacer, intenté acometer mi labor pedagógica y morigeradora desde una perspectiva estrictamente técnica, digamos. Tienes que entender la mecánica del amor, le decía, esas cosas no se pueden hacer de manera abrupta, sino que ha de haber un preámbulo parsimonioso, un galanteo previo, un juego amoroso preparatorio, una gama infinita de caricias y arrumacos. No te puedes lanzar como un loco a copular con la primera perra que encuentras en la calle…Pero era inútil, él no estaba por las sutilezas sino por el ‘sincretismo fatídico’, me decía, que era un concepto abstruso e incomprensible para mí. A Esteban, le gustaba inventarse términos raros cuando intuía que yo tenía razón.
Para terminar con la enumeración de las desgracias que estoy relatando, les diré que el defecto principal de mi perro no era este tipo de depravaciones fisiológicas, que les he resumido en los párrafos anteriores, sino las que podríamos denominar como perversiones del carácter. Esteban, era un perro camorrista de tomo y lomo. Un perro chulo, sobrado, un echado para adelante selectivo, pues sólo se embroncaba con los perros machos. Ese comportamiento pendenciero, esa personalidad agresiva me traía muchísimos problemas, se pueden imaginar. Pensé que necesitaría alguna terapia conductual y a punto estuve de llevarlo a un especialista. Sufría como una especie de desdoblamiento de la personalidad: en casa iba de perro faldero y servil, pero en la calle se trasmutaba en una fiera. Unas veces movía el rabo y otras mordía. Decía que era su forma de entender la crítica. ¡Qué cruz! Se metía con todos los perros, sin importarle que fueran más grandes y más fuertes que él. Todos los machos eran sus enemigos, por sistema. Sacaba pecho, refregaba las patas traseras enérgicamente contra el suelo y se lanzaba al ataque como un rayo. En un abrir y cerrar de ojos ya tenía formada una gresca tremebunda…
Hoy, sin embargo, Esteban echó por tierra todos mis prejuicios, cuando me dijo: no quiero salir a la calle desnudo. ¿Se imaginan? Pero ¿qué dices?, le respondí perplejo, siempre has salido así. Todos los perros del mundo van por el mundo en cueros, tú no estás bien de la cabeza. Luego, cuando me calmé, pensé, bueno ya se le pasará, es un perro excéntrico, precisamente por el hecho de ser bastante cínico. Lo conozco muy bien. Pero a la hora de salir, no hubo manera de convencerlo. Que nada, que dentro de casa no le importa, pero que a la calle salía vestido o no salía. ¿Y qué ropa te pongo?, le pregunté empezando a preocuparme seriamente. No hay ropa de perros, tú lo sabes. Y cuando ya me tenía al borde del infarto, me soltó no sólo eso de la ropa, sino me dijo lacónicamente que no haría nunca más sus necesidades en público. ¿Cómo? ¡Esto es el colmo!
Me puse muy serio y le dije: lo que te pasa es que no eres un perro verdaderamente cínico, ¿me entiendes? Hizo como que no me oía y ni me contestó. Siguió echado, imperturbable. Me molesta mucho esa actitud suya de autosuficiencia. Anda a su aire y sólo entiende lo que le da la gana como si fuera, moralmente, un perro autónomo. Para mí, has dejado de pertenecer a secta del perro, le dije, pero para evitar más tensiones y como quien no quiere la cosa, le dejé por el suelo las obras de Antístenes, Diógenes de Sinope, Metrocles, Crates, y algunos textos de Mónimo de Siracusa, para que volviera a ser lo que siempre ha sido, un cínico.
JUAN YANES |