Adolescentes recién llegadas a aquel instituto y al segundo día enamoradas locamente del profesor de literatura, Catulo no tiene nada que envidiarle a Bukovski, decía, salvo en la indiferencia, pero no sabíamos quién era Bukovski ni quién era Catulo, pero ya estábamos locas también por Catulo y seguía, todas las pasiones y todos los fluidos, todos los personajes y las insidias, los pellejos, los órganos, la ironía, el sarcasmo, el insulto, el amor, el amor enloquecido y la pasión, están en sus versos, Catulo el más salvaje, el más tierno, el más desgarrado poeta enamorado, lo decía aquella boquita fruncida, moreno, alto, de ojos de melaza, imposible, jovencísimo, un primor y lo que brotaba de sus labios, labium, ¡ah, los labios de Catulo! ¿a quién amarás ahora? ¿de quién se dirá que eres? ¿a quién besarás? ¿a quién morderás los delgados labios? y nosotras con aquella confusión de hormonas, apunto de decir, a mí, a mí, me preguntas cuántos besos tuyos, Lesbia, serían bastantes para mí, tantos como las arenas de Libia o como las estrellas que, cuando no calla la noche, contemplan los furtivos amores de los hombres, ya perdíamos el tino, pero seguíamos recitando, aquel que sentado ante ti sin cesar te contempla y te oye reír dulcemente, cuando eso a mí me arrebata todos los sentidos: pues en cuanto te he visto, Lesbia, no me queda voz en los labios, sino que se me turba la lengua, vivamos Lesbia mía, y amémonos y no nos importe un as todas las murmuraciones, sí, sí, decíamos nosotras imitando, sin saberlo, el monólogo interior de Molly Bloom, dame mil besos, luego cien, luego otros mil, luego cien más, luego todavía otros mil, luego cien, y finalmente, cuando lleguemos a muchos miles, perderemos la cuenta, ¡ay mamaita! ya no le oímos cuando decía, pero Catulo gozó siempre de una posición social privilegiada que le permitió dedicarse a la vida muelle entre los poderosos, eso era bla bla bla, porque ya estábamos enamoradas, y aunque fue escritor muy exigente consigo mismo y con su poesía, su vida fue una fiesta permanente, un muchacho ligero de cascos que hoy sería uno de esos espléndidos y ambiguos efebos universitarios cuyo oficio no es otro que el de esnifar y escribir jodidamente bien, pero nosotras, nosotras no queríamos saber nada de los dísticos elegiacos ni de la perfección formal de la poesía de Catulo ni de nada de nada, sino de los labios vehementes de aquel profe nuestro, tan mono, que nos hizo amar la literatura para siempre y decir enfurecidas, ¡devolvedme a Camerio, muchachas malditas!, y una dijo desnudándose el pecho, toma, está escondido aquí entre los botones de rosa y lo escribíamos en el viento y en el agua rápida, porque desfallecíamos, exhaustas de amor.
Juan Yanes |