Primeriza, cuando el se me presento en la escuela empece a temblar. Las rodillas siguieron al cuerpo que me atormentaba de tantas sensaciones encontradas.
El farol que iluminaba la calle Gascón era tenue, ingrávido y gentil. Los besos fueron arrebatados, y los pasos contritos dirigidos rápidos hacia ese lugar oscuro, indómito e impostergable de las caricias.
No hubo momentos agradables. No hubo promesas,
hubo penetración, forzados vagidos de dolor, y repentinas muestras de calor y acompañamiento.
Las manchas que quedaron en las sabanas, atestiguaban la perdida de algún recóndito y oscuro precinto de la naturaleza femenina. No hubo ningún comentario al respecto.
Por la mañana cada unos se dirigió a su trabajo, fue en Bustamante y Las Heras, donde había que conseguir un taxi que se dirigiera a los lugares indicados.
No sabía disimular mi desazón. El olor que me perturbaba me inundó las fosas nasales, la mente febril que no dejaba de atosigarme de malos pensamientos y no podía quitármelos con agua
Salí a la hora de costumbre pensando, que era diferente, ya y que del resto de las mujeres solo me separaba una pequeña y fina tela invisible tajante y diminuta, como el rastro doloroso y cruel del cuerpo que ejecutó el trámite.
Luego de muchos años sentí la diferencia. No hubo fuegos artificiales, pero si contención, afecto y el repliegue instantáneo, absoluto y escondido de la luz, de la pequeña y fina tela que me separaba del mundo. |