Tengo a la vista una ruma de libros. Imagino cuantos pensamientos se acumulan dentro de esas páginas algo raídas por el tiempo. Los que están encima, tienen mayor posibilidad de que alguien los abra y lea alguno que otro párrafo. Quizás sea más factible que ese mismo alguien hojee otro más delgado que se encuentra en la cúspide de dicha ruma. A menudo, los libros gruesos atemorizan a quienes desean leer algo más conciso. De hecho, la juventud ya no porta libros de lectura, sino que busca un somero resumen que facilite las cosas,
Concurrirá acaso el que gusta de elegir, haciendo caso omiso al que le ofrece menos dificultad. Será entonces la oportunidad para los libros que se apretujan más al fondo. Quizás haya un Faulkner, Shakespeare, Marx Twain, Dostoievski u otro. O será un tratado sobre los parásitos o un método de jardinería, una novelilla rosa y simplemente un vademecum.
Curiosa cosa es que cada libro tenga una orientación, una filosofía y se mezcle con otro que quizás postule todo lo contrario. No se genera una discusión ni un intercambio de diatribas, sólo una permanencia que se va hermanando con el polvo y con las polillas que van tijereteando sus bordes.
Existen libros que nadie ha abierto nunca. Allí aguardan, estoicos, sin ninguna premura, sólo el tiempo dirá si serán desechados para siempre o si algún día, alguien los abre y se encuentra con las palabras que le cambiarán su vida. Nunca se sabe.
Contemplo una vez más esa ruma desordenada de libros y me digo: mañana los ordenaré de una buena vez, les daré un plumerazo y los dignificaré en una estantería…
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