A veces, cuando cierra los ojos, ve pasar, en medio del dolor, un grupo de mujeres vestidas de negro como aquellas que vio, hace tantos años, encaramadas en las callejuelas de Vejer de la Frontera una mañana espejeante del mes de agosto, impostadas contra la cal viva de las paredes albas que cedían al temblor de la calima y se pregunta si es posible conciliar esa sensación extrema de pasmada claridad con el sufrimiento inútil que amontona la vida. O aquellas otras hoscas mujeres antiguas del Alentejo, recorriendo vencidas las carreteras, en interminables filas, como hormigas aplastadas por la luz, con hoces en las manos, sosteniendo indignadas la mirada, vestidas con pantalones por debajo de las faldas y enormes sombreras de paja encima del pañuelo negro que les cubría la cabeza, pidiendo la tierra que les dieron y ahora les quitaban… y se pregunta por qué aparecen estas estampas, estas manchas a punto de borrarse, imágenes de belleza y sombra, después de tanto tiempo, como pasto de la memoria, de cuando todo parecía posible y resultó ser nada.
JUAN YANES |