Llegan. Se saludan. Catarata de besos a dos carrillos, cataratas de cariños. Se sientan. Están en una edad indefinida, están frondosas. Cuellos hercúleos. Pechos que rebosan, desparramados. Deben haber amamantado a varias generaciones. Hablan, hablan, no dejan de hablar. Piden té. Beben a sorbitos. Ríen hasta las orejas. Sin restricciones. Hacen gestos afirmativos con la mano, como si la dejaran caer muñeca abajo, como si se abanaran. Se entusiasman. Vuelven a reír. Se limpian la comisura de los labios con mimo para que no se corra la pintura. Habla también con las manos. Tienen las manos regordetas. Se tapan la boca con las manos. Secretean, musitan, bisbisean, susurran, murmuran, parlotean. Sube el volumen de las conversaciones entrelazadas. Forma ya un ovillo enorme. Cada una tira del hilo como puede. Parece imposible que se entiendan. Se entienden. Ponen caras de asombro, de perplejidad, de extrañeza. Se dan palmaditas de entusiasmos. Se reajustan los corsés, las fajas, las asillas. Todo se hace si dejar de hablar, con movimientos precisos, casi con coquetería. Se calman. Abren los bolsos. Sacan cosas. Espejos, lápices de labios, monederos. Se arreglan el pelo. Se pintan. Se restauran. Se callan durante unos segundos. Pasa un ángel. Son mujeres solas, pero en ese momento no hay marca alguna de soledad en sus rostros, ni surcos de dolor, ni pañuelos de llanto. Seguramente son un grupo de amigas. Quizá se conozcan desde niñas. Se arrellanan, se apalancan, se relajan. Al cabo de un momento comienzan otra vez a hablar. Se animan. Es una ola que las inunda, las levanta, las zarandea. Gesticulan. Ya están, otra vez, hablando por los codos. Se contagian. Se embriagan de contento. Hablan todas a la vez, hablan a tontas y a locas. Es el gozo del parloteo, del hablar por hablar. Es la celebración del lenguaje. El don de lenguas. Remojan con júbilo las galletas en el té. Comen con fruición. Son felices. Le están sacando el jugo a la vida. |